Jordi Soler
La memoria del mar

Todo lo que sucedía en el mar y lo que no sucedía era publicado, hace un siglo, en la revista marina Sea Inquirer. Su creador fue Gordon Raleigh, descendiente por la vía paterna de sir Walter, aquel navegante que en su tiempo, junto a las hazañas sangrientas de El Olonés o de Morgan, pasaba por pirata tibio, y que ahora, haciendo números resulta que fue el más solvente de todos: pirateó un montón de tabaco que fue la primera hoja del árbol de esa industria. El último escándalo para desprestigiar a esta actividad, que hoy es un árbol talado por la raza aeróbica, cobra fuerza en Hollywood.

Algún experto en autopsias, con un medium de asistente, declaró que Humphrey Bogart seguiría vivo si no hubiera fumado tanto. El experto y el medium tienen razón siempre y cuando al actor tampoco se le hubiera cruzado un automóvil, una bala perdida, un precipicio sin barandal, un virus definitivo o cualquier otra de esas cosas potencialmente mortales que acechan todos los días a las personas. Sir Walter cuenta con otra medalla de pirata que fue ganando mercado con el tiempo: junto a su montón de tabaco, en las bodegas de su barco, iba un cargamento de papa. Aunque luego la historia le pirateó este triunfo y se lo dio a Francis Drake, nada más unos años, antes de que Antonio A. Parmentier, que no era pirata sino agrónomo, le arrebatara el triunfo a los dos piratas y quedara en los libros especializados como el introductor de la papa en Europa.

Gordon Raleigh no podía navegar, tenía propensión al mareo que lo obligaba a ejecutar escenas bochornosas, que lo eran doblemente cuando se asociaba su apellido con el hombre pálido que vomitaba y se retorcía en el fondo de la lancha. Para limpiar esa mancha de su escudo de armas, creó el Sea Inquire, revista que consignaba las historias mensuales de los siete mares, protegida por unas pastas de hule anaranjado fosforescente, que tenían los bordes reforzados de cojín flotador, para el caso de que la publicación fuera a dar al agua. La revista se hizo mundialmente famosa cuando una de las lanchas que buscaba restos del Titanic descubrió, junto a un témpano de hielo, un gato que navegaba encima de un Sea Inquire y que maullaba desesperado reclamando un cojín menos azaroso.

El proyecto fue creciendo de la modestia a la opulencia informativa. Al principio Gordon, aprovechando su rango de controlador de tráfico en el puerto de Plymouth, aplicaba un sencillo cuestionario a los capitanes de los barcos: condiciones atmosféricas (lluvia, niebla, mar arbolada, tifón), fenómenos naturales relevantes (marea roja, marea fosfórica, aureola boreal) y fenómenos sociales relevantes (atracos, abordajes, batallas, borracheras escandalosas, hombres al agua). Algunos números después, los capitanes, entusiasmados con su testimonio reproducido en la revista, aplicaban la encuesta a otros capitanes en altamar y regresaban con un altero de información que Gordon publicaba en el siguiente número. La información empezó a volverse tan azarosa como el cojín que hacía maullar al gato, de pronto comenzaban a multiplicarse los fenómenos (naturales y sociales) peligrosos y su consecuencia era la multiplicación de los héroes, que invariablemente eran los capitanes que redactaban los informes. Había otros más sofisticados, o más conscientes de la perspectiva que debe guardar el narrador, que llegaban al puerto de Plymouth con informes heroicos acerca de ellos mismos, que había escrito otro capitán, de esos a los que les habían aplicado la encuesta por su cuenta.

Por el Sea Inquire desfilaban tifones controlados a golpe de timón, islas tropicales pobladas de mujeres deseosas y sin ropa, ballenas gigantescas, dragones erguidos con el mar abierto a la altura de las tetillas, abordajes violentos y episodios de amor con sirenas que invariablemente caían enamoradas del autor de la información.

Gordon murió durante la Segunda Guerra Mundial y Sea Inquire dejó de existir. Hace unos meses, Keith Raleigh, su nieto, lanzó al mercado marino New Sea Inquire, revista publicada en papel cuché, con versión en internet, plagada de cifras, datos sobre mareas, pronósticos del tiempo y todo aquello que hace del mar una masa de agua oscura sin imaginación y sin memoria.

Del Sea Inquire original, de pastas anaranjadas y acojinadas, queda nada más un ejemplar en el Veterinary Museum of Brooklyn, está dentro de una vitrina y tiene un gato disecado arriba, en memoria de aquel iluste sobreviviente del Titanic.