A lo largo de los últimos 70 años, los proyectos de desarrollo en México han sido ratificados por el gobierno con escaso debate público. Si bien formalmente existía un régimen parlamentario, durante larguísimo tiempo el Congreso no era el espacio donde se resolvían los pactos y proyectos político/económicos fundamentales, los cuales se negociaban entre el Presidente y distintos grupos corporativos. Así las cosas, el gran árbitro de estas negociaciones no eran los legisladores sino los funcionarios de Hacienda y del Banco de México, quienes acumularon un enorme y creciente poder.
Hace apenas unos meses, esta dinámica comenzó a cambiar de manera importante en tanto la Cámara de Diputados se ha convertido en escenario fundamental de las discusiones sobre el futuro desempeño del gobierno dentro de la economía y la sociedad. Que haya disputas muy marcadas entre los partidos de oposición y el añejo partido de gobierno no es extraño, precisamente porque están cambiando las reglas del juego político y ello se presta a un tire y afloje inevitable.
El debate sobre el presupuesto refleja estas tensiones con meridiana claridad pero también permite ver que en el futuro --en la medida que declinan el presidencialismo y el corporativismo-- los interlocutores primarios que resolverán el diseño del futuro del país serán los legisladores y los funcionarios de Hacienda. Estos últimos seguirán ejerciendo un papel muy destacado porque controlan el mayor número de hilos en un sistema administrativo tan altamente centralizado como el mexicano y, además, cuentan con el apoyo de los grupos económicos más poderosos del país. Por otra parte, tienen una ideologia económica y un proyecto de país muy claro que han impulsado desde hace más de un decenio, y que consiste en el desarrollo hacia afuera, la concentración económica, la privatización y el adelgazamiento de las funciones sociales del Estado.
A los legisladores y, en particular en la hora actual, a los diputados de los partidos de oposición les toca ofrecer un proyecto de desarrollo nacional distinto, más atento a los reclamos de las mayorías de la república y a las necesidades de los estados y los municipios. El nuevo presupuesto puede ser un vehículo para comenzar la construcción de nuevas estrategias y es justicia reconocer que ya se ha ido adelantando algo en materia de las negociaciones sobre metas para el gasto social y económico así como sobre la futura instrumentación del nuevo Sistema de Coordinación Fiscal. Sin embargo, los logros alcanzados han sido opacados por la infructuosa discusión sobre el IVA, quedando relegado el debate sobre la necesidad de ampliar las transferencias a las entidades de gobierno regionales y municipales.
Es de esperar que los diputados tengan en cuenta las lecciones de 1997 para los debates sobre el presupuesto en 1998 y 1999, cuando los ánimos políticos seguramente estarán más caldeados. Ello implica aumentar y mejorar las capacidades técnicas de las Cámaras en materia económica. Para ello es conveniente que consideren la urgencia de ampliar y fortalecer las oficinas parlamentarias de asesoría e información pluripartidarias que reúnan las estadísticas y los análisis necesarios para diseñar políticas económicas y sociales que anticipen y resuelvan los gravísimos problemas que aquejan al conjunto de la sociedad. En caso contrario, seguirá habiendo un solo proyecto de futuro que es, paradójicamente, el que ya conocemos: un país para beneficio de las minorías y a costo de las mayorías.