El Fondo Monetario Internacional (FMI) propondrá, según el diario Financial Times, un aumento de su capital por un monto cercano a los 160 mil millones de dólares, a fin de contar con los recursos necesarios para afrontar eventuales tormentas monetarias como la que ocurre en las economías del sudeste asiático. Como se recuerda, el FMI ha concedido recientemente a Corea del Sur, Malasia, Tailandia e Indonesia sumas que, en su conjunto, superan la mitad de la cantidad arriba señalada.
¿Predomina en esta medida el elemento de reorganización de la estabilidad monetaria mundial o, por el contrario, el FMI intenta tener una mayor cantidad de ``parches'' para hacer frente a futuras crisis? El hecho de que en este mismo año el Fondo haya aumentado las cuotas de sus países miembros 45 por ciento --medida que, parece, no ha sido suficiente-- alimenta diversas dudas. En primer lugar, existen interrogantes en torno a la capacidad de previsión de un organismo que sale a tomar iniciativas sólo después del estrepitoso derrumbe de una región clave de la economía, del comercio y del mercado de capitales a escala global --el sudeste asiático-- que el FMI mismo mostraba como ejemplo exitoso a imitar. En segundo lugar, sobre la posibilidad de que muchos países puedan aumentar sin problemas sus cuotas cuando tienen graves problemas financieros.
Japón, por ejemplo, que durante las últimas décadas ha sido el principal proveedor de capitales de inversión en el mundo y particularmente en Estados Unidos y Europa, tendrá que realizar una aportación extraordinaria de fondos públicos por 115 mil millones de dólares para estabilizar su sector bancario privado y, probablemente, entrará en una fase de austeridad que podría tener impactos considerables en las grandes corporaciones niponas --abundantemente financiadas por el crédito oficial y privado-- y, a escala global, en las economías de muchos países para los que las cuantiosas inversiones japonesas representan un importante motor económico y comercial.
Algunos analistas y medios de información sostienen que a la larga se producirá un nuevo equilibrio, ya que las mercancías asiáticas serán aún más baratas, pero habría también que valorar los efectos sociales y políticos de la crisis en la producción y en la ocupación de los países afectados. Si ante este ajuste tan drástico en los países sudorientales aconteciera en ellos una disminución de las inversiones japonesas, ¿habría en otras partes del mundo capitales suficientes para invertir o los mismos se seguirían concentrando fundamentalmente en Estados Unidos, la Unión Europea, Japón y China, fluyendo en mucho menor medida hacia América Latina? Para atraerlos en esas condiciones de relativa escasez, ¿no habría que asegurarles una rentabilidad cada vez más insoportable para las economías y las poblaciones, especialmente de las naciones en desarrollo? ¿Cuánto tiempo necesitará en el futuro el FMI para comprobar que su política tiene costos sociales enormes?
En este escenario, la apertura mundial de los mercados financieros resuelta por la Organización Mundial del Comercio a partir de 1999 sin duda dará mayor seguridad a los inversionistas, pero ¿no ha llegado el momento de pensar antes que nada en una estabilización a largo plazo de la economía mundial, no sobre la base del interés privado contrapuesto a otros intereses igualmente privados, pero que cuentan con el sostén público, es decir, del dinero de los contribuyentes de todo el mundo, sino cimentada en la satisfacción de las necesidades de las poblaciones, en el desarrollo social y en el crecimiento de los mercados internos terriblemente castigados por la creciente especulación y concentración de la riqueza?