Carlos Fuentes
Jorge Castañeda
La primera vez que vi a mi amigo don Jorge Castañeda fue en el elevador de la antigua cancillería mexicana en la Avenida Juárez, frente al Caballito. Me lo presentó su entonces jefe, el licenciado Luis Padilla Nervo, extraordinario ministro de Relaciones Exteriores del presidente Ruiz Cortines. Castañeda se formó en la escuela de Padilla Nervo, uno de los más brillantes cancilleres de la historia de México. Castañeda habría de unirse, con el tiempo, a ese grupo de mexicanos en los que la inteligencia y el patriotismo son inseparables.
Castañeda, al lado de Padilla Nervo, libró las primeras batallas para que la soberanía de nuestro país no resultase vulnerada por las exigencias dogmáticas de la guerra fría. A partir de la brutal violación de la inidependencia política de Guatemala por la CIA en 1954, México hubo de adoptar los principios permanentes de su política exterior a una situación de conflicto muy precisa. Estados Unidos dejó atrás las políticas de buena vecindad de Roosevelt y Truman para exigir sumisión ciega a los dictados de Washington en su pugna con Moscú.
Castañeda fue uno de los primeros en señalar, en un libro excepcional, las limitaciones acrecentadas del panamericanismo en las estrategias de la guerra fría. Fue él quien indicó que el Tratado de Río, concebido como un instrumento de defensa regional había sido convertido por Estados Unidos en un instrumento de política mundial. ``La triple participación de los Estados Unidos en el Tratado de Río de Janeiro, en el Tratado del Atlántico Norte y en los acuerdos de defensa del Pacífico crean para los Estados latinoamericanos riesgos políticos y militares muy distintos de los que normalmente se entiende por defensa continental'', escribió Castañeda en 1956. ``La guerra se aproxima a nuestro continente en la medida en que uno de sus miembros, al que los demás están obligados a prestar ayuda defensiva, tenga intereses propios y directos en otras zonas de conflicto''.
Las profecías del diplomático mexicano se cumplieron, acentuadas pocos años después por la Revolución Cubana, el asedio de Estados Unidos contra Cuba, la alianza de La Habana con Moscú y la crisis de los misiles. Los cínicos han dicho que, gracias a Fidel Castro, México dejó de ser el blanco tradicional de las presiones contra la independencia latinoamericana. Castañeda, que era un idealista muy realista y un realista muy fiel a los principios, vio siempre en el ejercicio de la diplomacia la manera de superar peligros, afirmar soluciones y trascender cinismos y desalientos y fatalidades.
Mientras Estados Unidos invocaba la Doctrina Monroe para repeler la presencia ``extra-continental'' en América, utilizaba el Tratado de Río para justificar el intervencionismo norteamericano en Latinoamérica y nos arrastraba, por vía de las alianzas extracontinentales de Washington, a lo mismo que Monroe quiso evitar: el enmarañamiento del Hemisferio Occidental en los conflictos del Hemisferio Oriental. Castañeda les devolvió a los norteamericanos ``el chirrión por el palito'' cuando, en 1981, siendo ya secretario de Relaciones en el gobierno de José López Portillo, dio a conocer la Declaración Conjunta Franco-Mexicana sobre El Salvador. En ella, Castañeda y su homólogo francés, Claude Cheysson, reconocía el carácter político representativo de la guerrilla salvadoreña en su conflicto con la oligarquía y el ejército apoyados por Estados Unidos.
Castañeda hubo de lidiar con el enojo de su irritable homólogo norteamericano, el general Haig, logrando mantener y explicar el sentido de nuestra acción diplomática en El Salvador, sin menoscabo ni de nuestra soberanía ni de nuestra relación normal con Estados Unidos. Diez años después de la Declaración Franco-Mexicana, los antiguos guerrilleros del Frente Farabundo Martí, han sido electos al Congreso, participan normalmente en la política de su país y hasta ocupan puestos en la administración pública. La visión de Castañeda triunfó sobre la ceguera de Haig. ¿No valdría la pena recordar estos eventos hoy que, en Chiapas, el proceso de negociación entre el gobierno y la guerrilla zapatista parece paralizado, dando pábulo a que un conflicto negociable y transitorio --EZLN y gobierno federal-- sea subsumido, una vez más, por el conflicto no negociable y permanente, por no decir secular, entre los finqueros y los campesinos, entre las guardias blancas y las poblaciones indígenas?
Jorge Castañeda dejó una huella profunda en muchos terrenos de la actividad internacional. La independencia de Namibia frente al racismo sudafricano. Los procesos de desarme. El derecho del mar. La cooperación norte-sur. La consagración de los límites del mar patrimonial mexicano en doscientas millas. Las virtudes de su empeño siguen siendo válidas en la era de la postguerra fría. Ya en los años cincuenta, él advirtió que todo acuerdo comercial entre un país latinoamericano y Estados Unidos debería tomar en cuenta que no es lo mismo asociarse en virtud de intereses comunes que en virtud de intereses complementarios. Aquéllos son naturales. Estos requieren una vigilancia y firmeza de negociación extremas. Los intereses económicos de Estados Unidos, dijo Castañeda, ``aunque a veces sean complementarios de los nuestros, tienen un signo básicamente contrario''. En cambio, la comunidad de intereses con América Latina ha carecido, añadió, ``de instituciones políticas y jurídicas que reflejen y den vigencia a esa comunidad de intereses...''.
El tiempo no ha restado vigor ni razón a los argumentos de Castañeda. Es cierto que el TLC refleja intereses comunes no previstos hace cuarenta años, pero sigue relacionando a dos economías más complementarias que comunes, en tanto que la comunidad latinoamericana no ha obtenido aún, pese a éxitos como Mercosur, el funcionamiento comunitario al que aspiraba el diplomático mexicano. Combinar nuestra comunidad con nuestra necesidad sigue siendo objetivo de nuestra diplomacia actual.
Más allá de mi admiración por el diplomático, quiero evocar ahora mi simpatía por la persona, por su calor humano y su curiosidad intelectual. La última vez que hablamos, nuestro tema de conversación fue la novela de Flaubert, Bouvar y Pecuchet. No conozco a muchos funcionarios, mexicanos o extranjeros, que hayan fincado su habilidad profesional en su solidez intelectual y, más aun, literaria. Actor de la política, Jorge Castañeda era, primero, emocionado lector de la literatura. Creo que fue esta dimensión la que lo hizo, para mí, amigo entrañable y recuerdo imperecedero.