MAR DE HISTORIAS ¤ Cristina Pacheco
Los milagros de la Virgen
Así que usted viene de Jalisco. Yo, de La Pastora. Es una colonia muy cerca de aquí. Me gustaría visitar a la Virgen más seguido, pero ella sabe que no puedo; en cambio, la fecha de su santo nunca le fallo. Imposible. En la casa ya saben que el 12 de diciembre no cuentan conmigo. Salgo a las cuatro de la mañana y vengo caminando hasta acá. Me gusta llegar tempranito, pero con todo y eso me tardo bastante en acercarme a la Virgen. Sabe que no me olvido de los milagros tan grandes que me ha hecho.
Ahorita que la vi a usted llorando pensé: Hace cuatro años estaba igual, como loca. Imagínese: mi mamacita enferma, Manolo chiquitillo y yo sola. Mi esposo, Manuel, se fue a Estados Unidos. Se fastidió de no encontrar trabajo. Un día llegó a la casa y me dijo: ``Ahí te quedas. Yo, en cuanto pueda, te mando centavos para que tú y el Manolo se vayan a buscarme''.
Todo fue tan de repente que ni tiempo me dio para decirle nada. Nomás le arreglé su ropa, le di un beso, los bendije y ya. Me quedé paradita en la puerta de la casa, con mi niño en los brazos, viendo a Manuel que se iba silbando como siempre Amorcito corazón. Me dieron ganas de seguirlo, de acompañarlo siquiera a la terminal, pero, ¿cómo? Mi mamacita enferma, se imagina. Ella me dijo: ``Ni te hagas ilusiones, ese hombre no vuelve y menos si deveras se hace rico''.
Después mis hermanos se agarraron a cantarme lo mismo; pero yo, terca y terca, les contestaba: ``No, se equivocan. Si mi esposo no pensara volver, no me lo habría prometido''. Las vecinas también se entrometían: ``¿No te ha escrito tu viejo?''. ``No, pero seguro no tarda''. Y sí, como a los dos meses me llegó carta. Manuel me decía: ``La situación está difícil, ando a salto de mata, pero muy pronto vamos a estar juntos''.
Me lo creí. Hasta entré en una academia para aprender inglés. Sólo asistí como a cuatro clases. Con Manolo chiquitillo y mi mamacita enferma el tiempo no me alcanzaba para andar yendo a la escuela. Nomás eso sí, me dio por ver películas gringas en la tele. Las miraba pensando en que la Virgen me iba a ayudar para entender siquiera un yes, un good morning, algo.
Ocho meses después recibí dos cartas seguidas. Ninguna traía dirección. Ni esperanzas de poder mandarle las que yo le escribí para decirle: ``No te preocupes, ya tengo trabajo. Las cosas están muy difíciles por allá. Mejor regrésate porque te necesito mucho''. Fue una época tremenda para mí: Manolo chiquillo, mi mamacita enferma y luego la familia que me decía todo el tiempo: ``Ni te hagas ilusiones: aquél no va a volver''. Yo hacía como que me daba risa su preocupación, pero por dentro estaba desesperada.
Por las noches me sentaba en la puerta de la casa y me ponía a ver la calle con la esperanza de que Manuel apareciera. ¡Qué loca! Ahora que lo recuerdo digo: ¿cómo me atreví a hacer eso? Imagínese. Qué tal que hubiera llegado un borracho, un ratero... Gracias a Dios nunca me sucedió nada, ni siquiera una vez en que me bajé solita hasta la avenida Cuatro porque se me figuró que había escuchado el silbido de Manuel.
Y es que siempre que mi viejo volvía del trabajo me silbaba Amorcito corazón -ya sabe, la que canta Pedro Infante- para que fuera a encontrarlo. Desde la Cuatro subíamos hasta la casa juntos, platicando. Bueno, platicando es un decir. Yo nomás oía a Manuel. Y es que, la verdad, si algo tiene ese hombre es facilidad para hablar. A veces nos sentábamos en la puerta de la casa. Como nuestra colonia queda bien algo, más o menos por donde se ven las antenas de la tele, desde todas partes se mira la ciudad iluminada, preciosa. Entonces Manuel me preguntaba: ``¿Ves aquellas luces amarillas? Pues allí vamos a vivir un día, en una casa con jardín, un cuarto para Manolo y otro para tu mamá''. Hasta eso, Manuel siempre respetó mucho a mi madre y nunca se opuso a que ella viviera con nosotros; pero soñaba con que alguna vez pudiéramos tener un lugar para hacer nuestras cosas solitos, sin andar silenciándonos uno al otro.
En las cartas que le escribí a mi viejo y nunca puede mandar, le hablaba de todo esto y le decía: ``No me importa que vengas sin dinero. Regresa para que volvamos a sentarnos a platicar en la puerta. Te necesito''. Eso era lo que más extrañaba: la plática. En el trabajo tenía amigas y todo, pero imposible contarles mis cosas. Luego, cuando regresaba a la casa, pues ni modo de hablarle de mis apuraciones a Manolo, si estaba bien chiquillo. Con mi mamá no podía desahogarme, primero porque estaba muy malita y después porque para todo me salía con la cantaleta de que Manuel no iba a volver y ella se moriría con la pena de dejar a una hija abandonada y a un nieto sin padre. ¿Se imagina cómo me calaba todo eso? Horrible. Si no me volví loca fue gracias a la Virgen de Guadalupe. Al fin mujer, como que siempre me ha entendido muy bien.
¿A usted no le hecho ningún milagro? A mi sí: dos. Cuando supe que estaba embarazada, no sé por qué se me ocurrió decirle a Manuel: ``¿Qué crees? Te voy a dar un hijo''. Uh, se volvió loco de felicidad y a todo el mundo le decía que al fin iba a cumplirse su sueño de tener ``una sucursal'' con su nombre y apellido. A cada rato iba a tocarme la panza para saludar a Manolito. Los viernes de raya seguido regresaba con una cachucha o una pistolita para su hijo.
Un día a mi hermana Alicia se le ocurrió preguntarle: ``Bueno, ¿y si les nace una niña?'' Manuel le contestó: ``La devuelto y dejo a esta''. A lo mejor era nomás una broma. De todos modos me preocupé muchísimo y le pedí a la Virgen de Guadalupe el milagro de que el bebé fuera niño. Me dio por cambiarle a diario sus flores y su veladora. Ya parece que me veo hincada, suplicándole. ¿Pues creerá que me oyó? Nos dio la sucursal que mi viejo tanto quería. Y allí está el Manolo bien grandote a los cinco años.
El otro milagro me lo acaba de hacer. Gracias a que Ella no me dejó de su mano me salvé de volverme loca por la ausencia de Manuel. ¿Se imagina lo que es no saber de un hombre y pasarse la vida esperándolo? Algo espantoso. Yo viví eso y por Dios que no se lo deseo ni a mi peor enemiga.
Estaba como muerta. No comía. Era incapaz de pasarme un bocado. Se me iban las noches dando vueltas en la cama -y eso que procuraba no acordarme de aquello- y cuando de plano no aguantaba las ansias, como le dije a usted, me salía a la calle y allí lo esperaba, ¡loca!, hasta las cuatro, cinco de la mañana. Y luego ándale a preparar el desayuno para Manolo y mi mamacita, y córrele al trabajo porque si llegas tarde de quedas fuera y no cobras el día y quién te da para el gasto.
Tantas ansias, tanto miedo y tanta responsabilidad me hicieron mucho daño. Si ahorita me ve usted flaca entonces estaba peor. Todo el mundo me preguntaba: ``¿Qué te pasa, qué tienes?'', y mis hermanas, ya se imaginará, insistían en que ya no estuviera pensando en Manuel y me concentrara en Manolo.
En eso tenían razón y le juro que yo misma me decía: ``Marcela, piensa en tu hijo. Tienes que vivir por él. ¿Qué será de la criatura si le faltas? Se quedará solito y acabará arrimado por allá, en casa de algunos de sus tíos''. Y es que de verdad fui desmoralizándome cada vez más conforme veía que pasaba el tiempo y ni señas de Manuel.
Todo eso lo tengo escrito en las cartas que nunca eché en el buzón. Pensaba entregárselas a mi viejo cuando volviera, pero ya perdí la esperanza y hoy viene a regalárselas a la Virgen de Guadalupe en prueba de agradecimiento por el otro milagro que me hizo: me enseñó la resignación y me sacó de la cabeza a Manuel.
Ya no lo pienso tanto, ya no me levanto en las noches creyendo que oigo sus pasos, ya no lo extraño. Si ahorita me ve llorar es sólo porque recordé que hace mil doscientos ochenta días no lo oigo silbarme Amorcito corazón.