Un amigo me acusa de tener opiniones inconsistentes sobre el proceso político: ``un domingo tu artículo reboza de optimismo --me dice malhumorado--; el siguiente, de escepticismo, y en el último te vuelves francamente negativo''. Yo le replico: la realidad es la inconsistente, no yo. Las cosas van bien unos días, mal en otras, erráticas en la mayoría, confusas en casi todos. Se acerca el fin de año y según una costumbre vale la pena resumir lo bueno, lo malo, lo feo y lo desafiante que se generó en nuestra vida pública durante este año.
Lo mejorcito. Empezaré por reconocerle a este año su originalidad. No sólo se han acelerado los cambios, sino se ha producido un número impresionante de insólitos ``sin precedentes nunca vistos''. Las certezas cotidianas se rompen con novedades que repercuten escandalosamente en los medios. La televisión y el radio parecen gozar de nuevos espacios que usan a veces, sin rectitud ni inteligencia. Dos o tres periódicos líderes sacuden a los lectores con comentarios, información e incluso revelaciones desacostumbradas.
La clara originalidad del año se compensa. Una especie de ``equilibrio espontáneo''; algo ha impedido que las cosas se colapsen. Se han acelerado los cambios, pero no se ha perdido la gobernabilidad. La economía es frágil, pero se mantiene estable. Las presiones políticas crecen, pero no desbordan. Se han adelantando los tiempos políticos y ya está en disputa una presidencia que habrá de jugarse hasta el 2000, pero simultáneamente los actores políticos aprenden un nuevo juego de competencia que nunca antes ha existido. La transformación cultural se acelera hasta volverse dramática. El hecho emblemático del año: la inauguración del gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas, primer jefe de gobierno del Distrito Federal (elegido democráticamente después de 70 años de vasallaje) desata las mil furias de la reacción. La gente repudia el desorden con mucho orden.
Empezamos a creer en la transición. A la mejor la transición cree en nosotros. A mucha gente le choca la política y no le importa si hay transición o no. Pero los interesados tenemos la certeza de que el sistema presidencialista monárquico está en proceso de liquidación. Gabriel Zaid se pregunta ¿cómo murió? (Reforma, 29/12/97). Y responde: ``por decapitación''. Los excesos de Salinas y las omisiones de Zedillo le han arrancado la cabeza a pesar de que como las lagartijas (y los dinosaurios) todavía se mueve, colea y ataca. Otros asuntos son saber adónde va el sistema descabezado, cuándo se va a disolver, qué surgirá después y a qué precio.
Otro hecho positivo (y sorprendente) es la actitud de Estados Unidos respecto del cambio político mexicano. Recordemos que su gobierno y sus agencias han sido uno de los soportes del sistema durante décadas. Incluso José Vasconcelos acusó a un embajador norteamericano de ser el inventor del partidazo. Esto sería mucho decir, pero nadie podría oponerse a la idea de que a pesar de la gran retórica democrática, Estados Unidos no hizo nada en favor de nuestra democracia de carne y hueso. Las cosas parecen haber cambiado. El gobierno de Clinton está dando signos de apoyo claro y sólido a la transición mexicana. La presión muy dura que se hizo sobre el gobierno de México y sobre destacados políticos conservadores (dinos) a principios de 1997 se disolvió a partir de la visita que William Clinton hizo a México en mayo, en la víspera misma del proceso electoral. Aunque no se reveló lo que se discutió sobre las reformas mexicanas, no hay duda de que Clinton avaló los avances, no sólo en discursos sino con gestos, como haberse entrevistado con los líderes de los partidos de oposición. La prensa norteamericana, muy articulada con las acciones de su gobierno, presenta una imagen distinta y mejor de Cárdenas. Los ``países civilizados'' (influidos decisivamente por Estados Unidos) dan la bienvenida al hijo pródigo...
¿Una mano invisible? Lo mejor del año: las elecciones del 6 de julio. Votación abundante, procesos más justos. Un nuevo poder electoral autónomo, eficaz y eficiente y, sobre todo, el pueblo que decide un empate. Detonador de procesos insólitos, de una Cámara libre del dominio presidencial, varios estados y la capital en manos de la oposición. Escenario casi perfecto para negociar una reforma profunda en la que estamos de acuerdo todos.
¿Pero a quién le podemos atribuir la autoría de este buen suceso? Difícilmente a la clase política que parece incapaz de meter el gol con la portería vacía. Yo le asigno al presidente Zedillo méritos en su administración ``por su omisión'' de la reforma política, pero un gran escritor con el que he platicado hace unos días tiene sus dudas sobre la eficacia voluntaria de Zedillo. El piensa que tenemos tan profundamente introyectado el presidencialismo que en todo cambio importante, bueno o malo, vemos la intervención del monarca en turno. El piensa que más bien ha actuado una especie de ``mano invisible''.
A pesar de mi guadalupanismo liberal y jacobino, me temo que esa ``mano invisible'' no es la de la Virgen de Guadalupe (que por cierto estoy festejando en el día en que escribo el artículo). Sino más bien lo es nuestro Instinto de Conservación Colectiva. Nuestra gente ha hecho lo que correspondía hacer: movilizarse con mesura, protestar con legalidad, votar por el voto, adquirir valientemente la calidad de ciudadano a través de un curso intensivo que ha tomado los tres primeros años de este sexenio.