La Jornada Semanal, 14 de diciembre de 1997
El 5 de diciembre Cuauhtémoc Cárdenas asumió su cargo como primer jefe de gobierno electo en la capital. Revisamos el estado de nuestra metrópoli amparados en los versos que Borges dedicó a Buenos Aires: "No nos une el amor sino el espanto/ será por eso que la quiero tanto". En Las batallas en el desierto, José Emilio Pacheco rescató para la memoria un barrio de la ciudad que ha sido saqueado por la especulación y la rapiña. Ahora, sus luminosos nocturnos tienden un puente hacia otro protagonista literario del DF, Carlos Fuentes. En 1998 se cumplirán cuarenta años de la publicación de La región más transparente, que convirtió a la ciudad de México en protagonista de nuestra narrativa moderna. Ofrecemos esta estampa escrita con el imborrable fervor de las cosas perdidas que encuentran una segunda patria en la literatura.
La ciudad de México es la memoria intermitente de mi infancia. Estudiaba en Washington, donde mi padre era consejero de la Embajada de México, y viajaba en los veranos al DF, donde vivían mis entrañables abuelas. Además, México era la ciudad donde yo afirmaba (y afinaba) mi lengua castellana. Salía del colegio norteamericano en mayo, para entrar al colegio mexicano en junio, para regresar a la escuela gringa en septiembre.
Fui un niño sin vacaciones pero con política. Llegar al México de Lázaro Cárdenas era, aun para un menor, un hecho exaltante. La grandeza puede ser contagiable. Sólo viví permanentemente en la ciudad de México a partir de los quince años, pero la ciudad de mi adolescencia se confunde con la de mi infancia por un hecho voluntario: no quería -no quiero- perder al México de mis abuelas, con sus parques olorosos a eucalipto, sus tranvías amarillos como mangos, sus destartalados camiones rumbo a Roma, Mérida y Buenos Aires, sus casa de dos pisos, sus cilindreros y ropavejeros, sus lejanas excursiones de fin de semana a visitar amigos en San çngel o ruinas en Tenayuca, sus potreros deshabitados que impedían el paso de la Avenida Nuevo León a la de los Insurgentes, sus cines olorosos a muégano y besos adolescentes.
Ya a mediados de los cuarenta y en plenos cincuenta, la ciudad había cambiado notablemente. Los edificios ganaron altura y los dos más altos pertenecían, oh paradoja, a resistentes aristócratas porfiristas, Pedro Corcuera frente al Caballito y Mae Limantour en Juárez y Balderas. Un barniz cosmpolita fue el legado de la migración bélica -el rey Carol y Madame Lupescu en Coyoacán, Blumenthal y los pandilleros de Bugsy Siegel en el Ciro's del Hotel Reforma, la princesa Ratibor sin un clavo en el Jockey Club y el magnate Abramov amurallado tras sus millones en San Jerónimo.
Era una ciudad segura. Yo la recorría de los cabarets de la colonia Guerrero a los prostíbulos de la calle de Meave. Se podía visitar al Mago Alcalá en el Canal del Desagüe a las nueve de la noche y salir de El Golpe a las cuatro de la mañana sin temor alguno por la seguridad personal, lanzándose -lanzándonos- a caminar hasta el amanecer a nuestras colonias. Los crímenes eran tan anónimos como un grabado de Posada o tan célebres como el asesinato de la Chinita Aznar. No nos tocaban a "nosotros".
La ciudad era explorable, libre, circunscrita. Se la podía tomar, en su acotación, como personaje central de una novela -igual que Dblin o Dos Passos. Hoy, el escritor apenas si puede conocer la cuadra en la que vive y los novios primero se preguntan "¿Dónde vives, en el norte o en el sur?" antes de comprometerse, no con el amor, sino con la distancia.
Pero no digo más acerca de la ciudad de hoy. Se me ha pedido evocar la ciudad de mis ayeres. No tengo, sin embargo, otra más próxima, más entrañable, que la ciudad que fue una vez y nunca más será.