La Jornada Semanal, 14 de diciembre de 1997
Antonio García de León es autor de un clásico contemporáneo sobre la historia de los levantamientos chiapanecos: Rebelión y utopía. A la manera de Walter Benjamin, el historiador veracruzano sabe que no hay mejor estrategia para conocer una ciudad que extraviarse entre sus calles y busca en este ensayo el rigor secreto del laberinto a 2, 200 metros de altura que conocemos como "ciudad de México".
(Ciudad a filo de milenio)
Ciudad de Méjico, año 2004 es el título de una noveleta anónima confiscada por la Inquisición a finales del siglo XVIII. Se trata de un relato corto, futurista, que se menciona entre los legajos de un viejo tomo encuadernado del Ramo Inquisición. De la novela denunciada solamente queda una carta y algunas referencias vagas sobre una visión del futuro imaginada con vehículos tirados por motores, naves voladoras, luces inmensas, muchedumbres sin corazón ni alma. Para entonces, los dioses han muerto y grandes banderas cubren un cielo sin estrellas, mientras la piedad cristiana ha cedido su lugar a un criadero de virtudes deshechas. Todo este escenario es imaginado, extraña pesadilla de un hereje, desde el México modernizado por las obras del empedrado, de sanidad, policía y buen gobierno, obras emprendidas por el virrey Conde de Revillagigedo hacia 1794 y que cambiaron la apariencia de la ciudad. A su lado quedan las Providencias de Policía, o los testimonios del aumento de la delincuencia en una concentración que vive los efectos sombríos que en el bajo pueblo causaron las reformas borbónicas, pero el texto en cuestión ha desaparecido...
Uno. Desde la puerta del viejo Palacio Negro de Lecumberri, inmenso almacén de papeles que guardan la memoria, se irrumpe en la calle como si se saliera de una terminal de autobuses. La mirada recorre las imágenes de la gran ciudad como si fueran páginas escritas, palabras pegadas a los muros, signos que se estampan en los ojos, jeroglíficos, caracteres de un gigantesco mapa de tonos que se mueven del gris al sepia. Paredes pintarrajeadas, costras sucesivas de un viejo códice, huellas de una milenaria historia que sólo pueden ser leídas a más altura, a más distancia, pues de cerca son sólo manchas de piel de víbora sobre las calles y las banquetas.
Se mueven sobre la ciudad dormida los herederos de una larga ruina, las generaciones postreras de la última metrópoli del altiplano. Allí donde las huellas de las ciudades anteriores, estampadas en la lengua náhuatl que era su estandarte, semejan las ondas concéntricas de las piedras sucesivas lanzadas en el estanque de la Mesoamérica prehispánica y colonial. Es por eso que los restos actuales de esa lengua, distribuidos de Durango a Costa Rica, tienen semejanzas en círculo, como los anillos en el tronco de un árbol, y son reliquias de una larga tradición de metrópolis derrumbadas desde finales del Preclásico, recuerdos de lejanas glorias que quedaron en la memoria de sus hablantes, adheridos muchas veces a sus palabras y conjuros. Desde las modestas aldeas más antiguas, Cuicuilco, Tlatilco..., hasta las grandes urbes de nuestra era, todas llamadas Tula -"muchedumbres apretujadas como esparto lacustre"-; desde Teotihuacan hasta Cholula, de Xochicalco a Tula la histórica. De la Cacaxtla de paredes pintadas a la Tenochtitlan de los muros de calavera...
Hoy es la ciudad enorme, de las altas torres y vertederos, de los estanques aéreos, de los tinacos grises o negros de mil formas, de los edificios de cristal coronados de palmeras artificiales. El cielo nebuloso se refleja cambiante en los negros ventanales y una muchedumbre recorre sus calles formando filas que se apretujan en las esquinas y que se deshacen serpenteando lentamente conforme se avanza entre cuadra y cuadra. La ciudad marcha a ritmos discontinuos, con un caminar nervioso que se va tornando histérico y luego, al atardecer, vuelve lentamente a la calma. A las ciudades como a las personas se les conoce por su modo de andar (diría Musil). A esta metrópoli de la ruina esplendorosa se le suman millones de antenas enredadas, es recorrida por densos embotellamientos y múltiples gusanos subterráneos. De Tinacotitlán a Metropotamia, de las alturas al inframundo, del cielo de lluvia ácida al mundo de los descarnados, los gusanos de resplandor naranja le comen las entrañas mientras el agua escurre de las azoteas... En regiones enteras de su extensión, vistas desde el avión que planea antes de aterrizar, es como un amasijo premeditado de tuberías, anuncios luminosos, indicadores de la Bolsa, puntos de ozono, ciudad que se maquilla hacia lo alto... Ahora le crecen además banderas de derroche, que brotan como hongos por todos sus rumbos y se ven de lejos, iluminadas como faldas de gigantescas serpientes voladoras. Ciudad de los hampones, ellos la custodian, la mancillan y la gobiernan. Zorros, jaguares, bestias descuartizadoras de la vieja dinastía la recorren sedientas...
Dos. Habitada en su mayoría por menores de 25 años, es confluencia de vitalidad y exhuberancia. Habiendo sido construida a pedazos, erigida con escombros sobre una enorme red tejida en el vacío, hoy es un espacio generador, múltiple y expansivo. Urbe de intereses inmobiliarios, de terremotos uno sobre otro, ha quedado por dentro agujerada y frágil: nuestra herencia es una red de agujeros, como diría el poema mexica del sitio de 1521. Sobre esa red se sustenta como suspendida en el abismo. Los que la habitan saben que la resistencia de la red tiene un límite, y pagan por ello periódicos sacrificios humanos... Millones de voluntades la han tejido de sueños, ilusiones, amores y ausencias, formando telarañas de relaciones intrincadas que buscan una forma. En sus noches esos anhelos se van entretejiendo y complicando, haciendo aún más ilegible el mapa de sus signos. Todas las ausencias contribuyen a su peso y la acompañarán en su caída como en la de las otras metrópolis de su altiplano pasado. La gota que derramará su vaso será tan leve e instantánea como una expulsión de pintura desde una lata de spray...
Nueva a cada instante, la mirada la recorre lujuriosa, pues en cada detalle se refleja ansiosa y ondulante antes de emprender el vuelo de papel. Ciudad de los deseos, se ofrece tibia y complaciente. El amante que la recorre cree que goza de su enorme piel lubricada cuando sólo es su esclavo, el cautivo de los deseos que la habitan. Porque las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de temores... La noche, la calle en la penumbra... deseos reprimidos, temores agigantados, violencia... ¿Es demasiado verosímil para ser verdadera? Del campo le han llegado ceremonias y excesos, en sus barrios conviven danzantes y crucificados, mendigos que arrojan fuego por la boca, fuego por los ojos sedientos y amarillos. Una nube de güigüis insistentes la conduce cada noche a los altares del sexo virtual y a las pasarelas del table dance. Viva como es, se va apagando en una atmósfera de razzias y ulular de sirenas, patrullas y ambulancias.
Tres. Es la ciudad que yace aprisionada bajo una apretada envoltura de signos. Al llegar a su umbral, el recién llegado encuentra un pasado suyo que ya no sabía que tenía. O un futuro posible, aunque sus futuros no realizados son sólo ramas del pasado, hojas que se pudren en los cartones al sólo pisar el andén de sus terminales. Tiene siempre el esplendor inacabado que a través de lo que ha llegado a ser se puede evocar con nostalgia. Pues fue y es ciudad de castas y distancias abismales, hoy apartada del mundo por retenes, guardias y plumas de estacionamientos, por laberintos privados. Habiendo hecho soñar a los poetas nostálgicos de su siglo de las luces, tiene la virtud de imaginarse siempre desde el pasado como si fuera futuro concluido... La niebla desciende al avanzar la madrugada y las señales intermitentes de sus semáforos se distinguen desde lejos. Ahora ya no importa que la piedad se haya perdido atropellada por los tiempos, pues ya su intensa luz se refleja en el cielo iluminando todo el centro del país. Así, desde las montañas aledañas se le ve despuntar, ciudad de sol nocturno, en el horizonte del altiplano, como si estuviera en el confín entre dos desiertos, el visible, el externo de las tolvaneras orientales, y el desierto interior de sus multitudes callejeras. Como sol de tinieblas, vela la mirada con un negro resplandor líquido. Espacios diferentes se suceden en su valle cercado, o contemporizan sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre. Urbes paralelas y superpuestas que conviven en el polvoso pantano, en el seco trazado de sus viejos canales, alamedas, lagos y jardines flotantes, respirando el mismo aire, el mismo polvo y el mismo tiempo sin haberse jamás conocido, sin nunca tocarse, incomunicables entre sí. Hablando las mil y un lenguas distintas de las experiencias diversas que la habitan, de razas e identidades entremezcladas por los siglos de los siglos, es un conjunto de ciudades dentro de otras que no saben entre sí de su existencia.
Su contorno repite el de las orillas del lago sepulto, envuelta como está de una nube de hollín que se pega a las paredes. Ciudad del neblumo, del esmog, de la niebla y el humo como divisa -in ayauhtli in poctli. Hollín y basura en las narices y los cuellos, Ayauhpoctlan de los Descarnados, Poyauhtlan de los Himnos Sacros, que la imaginaron como laberinto y perdición de los dioses desde los días de la conquista. La costra sobre las azoteas flota suspendida. Una esperanza le nace y un frío animal la recorre.