La Jornada Semanal, 14 de diciembre de 1997
Para este número en torno a la ciudad, Javier Marías, recién laureado con el Premio Nelly Sachs, nos envía una nota sobre la violencia en las calles de Madrid y la propensión de culpar a las víctimas de los atropellos. Quienes ya no pueden reclamar el agravio del que fueron objeto, encuentran aquí la justiciera voz que merecían.
Se han celebrado recientemente en Madrid varios juicios contra jóvenes que en una noche de viernes o sábado habían dado muerte a otro joven. Los acusados intentaron presentar los hechos como producto de una reyerta normal en la que había habido mala suerte. Las víctimas, en vez de salir sólo con un ojo de menos o unos cuantos huesos rotos, habían tenido la mala pata o la indelicadeza de morirse. Los testigos, en cambio, hablaban de asesinato, homicidio voluntario o linchamiento con connotaciones ideológicas, ya que en algunos de los casos los criminales formaban bandas de carácter fascista o nazi. Varios encausados admitían haber participado en la tunda -con patadas en la cabeza del ya acuchillado y bailoteos pseudoguerreros en torno al cadáver caliente-, pero todos negaban haber asestado el navajazo mortal... Nadie se acusa a sí mismo. Las penas, como ya va siendo habitual en nuestra deteriorada administración de la justicia, han sido bastante leves, pese a darse por probados los hechos. Algún incriminado quitó importancia a sus actos diciendo algo así como: "Bueno, tampoco hicimos gran cosa, yo sólo iba a pincharle el muslo", como si eso fuera lo más natural en noche de juerga. Olvidó añadir que el muerto iba desarmado y que mientras él "sólo" le hacía eso, diez o doce compinches suyos le hacían otro poco cada uno y lo destrozaban. Todo muy valeroso.
Lo más llamativo y preocupante, con todo, ha sido la actitud de estos tipejos durante las vistas: ni un gesto de pesar, ni un lamento por lo sucedido, ni una palabra de arrepentimiento o disculpa ante los familiares de las víctimas. Sólo fastidio por verse en semejante situación -¡juzgados!, ¡quizás en la cárcel!-, total, por nada del otro mundo, porque no les dejan divertirse a fondo o porque los agredidos les hicieron la gran putada de morir a sus manos.
Hermann Tertsch, en un artículo sobre estos casos, se preguntaba qué clase de jóvenes estaba alumbrando nuestra sociedad, qué educación estaban recibiendo para semejante ausencia no ya de sentimientos, sino de sentido de la responsabilidad por los propios actos. No sé, pero, salvando las distancias de gravedad, tengo la impresión de que esa sociedad nuestra en su conjunto, con destacada aportación de los políticos y los periodistas, es la natural causante de estas actitudes que, ojo, no tienen nada que ver con aquella reacción antigua que resumía la frase "A lo hecho pecho". No, porque ahora se intenta escurrir el bulto y descargarse de culpa, y al mismo tiempo jamás se pide perdón ni disculpas por nada, como si esas solicitudes, que son la base de toda civilidad y convivencia y el requisito indispensable para las reconciliaciones y apaciguamientos después de las discusiones, los agravios o las rencillas, hubieran sido desterradas de nuestras costumbres cada vez más bárbaras. Hace ya mucho que no veo a nadie disculparse públicamente de lo que afirmó con injusticia, de la acusación que hizo y se demostró falsa, del insulto destemplado o de la calumnia que se vio desmentida. A lo sumo se calla y no se insiste, y eso es muy grave -porque a menudo no basta- en un país en el que los políticos y los periodistas acusan, insultan y calumnian incesantemente.
Pero es que hace tiempo que tampoco oigo esas disculpas en el ámbito de lo personal. Yo he padecido ofensores que al ver mi reacción de romper relaciones y apartarme de ellos se han alarmado y han deseado que la cosa no llegara a tanto -a veces han expresado ese deseo a amigos comunes. Pero no han hecho, pese a ello, lo mínimo que debían hacer para restablecer la concordia perdida: disculparse. Y si uno se ha mantenido por tanto firme en el alejamiento, han empezado a acusarlo de intolerante, como si esperasen que cualquier afrenta pueda diluir su veneno por sí sola, sin que ellos hubieran de proporcionar el antídoto ni rectificar ni repararla. Y lo más asombroso es que al ofendido se le exige el olvido, y quien no lo concede acaba por aparecer como una especie de verdugo intransigente. Así, estamos llegando con frecuencia al punto en que los calumniadores, difamadores, ofensores, vejadores e insultadores no sólo pretenden que sus dichos o hechos carezcan de consecuencias, sino que además se les quiera. El único estorbo para estas insólitas pretensiones tan extendidas es que los muertos, por mucho que se les exija, ya no pueden olvidar ni querer a nadie.