La Jornada Semanal, 14 de diciembre de 1997
Carlos Monsiváis es el imprescindible cronista de la ciudad de México. En estas páginas sale al encuentro de las formas de morir y sobrevivir en nuestras calles. La violencia, la impunidad, el miedo, el hampa organizada son algunos de los nombres con los que hoy definimos a la desgracia llamada "DF". Pero Monsiváis no sólo ofrece una voz de alarma; como Heiner Müller, sabe que el reconocimiento del horror es el primer paso a la esperanza.
El principio fundador de la violencia delincuencial es deshumanizar a sus víctimas, enviarlas en un instante a ese anticipo de la fosa común que es el sojuzgamiento a manos de desconocidos. Al poder lo construyen las armas, y las armas, también, iluminan la falta de poder, un proceso en el que las compensaciones psicológicas son tan importantes como el dinero y los objetos. El violador cree satisfacer de paso a la mujer violada; el policía o el narco que torturan se convencen de tener a su disposición no una persona sino un cuerpo maleable; el asaltante le añade a los golpes físicos el torrente de injurias que son el pedestal de la superioridad, el último desquite con quien, por incapaz de protegerse, sólo merece oprobio. Este es el razonamiento implícito del delincuente. ¿Por qué él tiene y yo no, o por qué todavía insisten en salir a la calle ignorando las leyes no escritas de la ciudad, según las cuales la única guía roji es el cultivo de la desconfianza?
¿Por qué se amedrenta con tal furia a la ciudad? Como los políticos, los delincuentes también piensan a corto plazo, el único para ellos concebible. Pertenezcan o no a grandes organizaciones, su lógica es inequívoca: si no lo obtienen todo ahora, mañana será inconseguible, estarán en la cárcel o habrán muerto o la policía se habrá vuelto eficaz. La impunidad acrecienta el número, y el auge delincuencial solidifica la impunidad. Se generaliza la idea de ciudad como botín o área abierta y ya la delincuencia no admite horas o zonas prohibidas. La superstición del hampa incluye el exorcismo de la impunidad. Son mínimas las posibilidades de verse detenidos, y la cárcel es un riesgo laboral. Si no son escasas las anécdotas de asaltantes muertos mientras robaban una combinación o una casa, son más abundantes los relatos de la buena suerte.
En diversas ciudades del continente -las norteamericanas en primer término- cunden visiones de la distopia, la utopía negativa, donde el paisaje opresivo es la violencia, que es el desenlace sombrío de los relatos nunca empezados, descrito con acento mítico en el Los çngeles de Blade Runner. Con su lluvia ácida y su cauda de conductas replicantes (¿Será repetitivo y sombrío el futuro, y el delito constituirá la clonación del orden?), Megalópolis es ya sinónimo de la decadencia que impone toda vasta concentración humana, sobre todo en un orden económico donde el trabajo, de por sí escaso, se ve sustituido a marchas forzadas por la automatización, mientras la violencia se acrecienta al ritmo de la ley del más fuerte, o de las demandas de la sobrevivencia, o del relativismo ético, o de la postmoral que algunos pregonan.
En el París del siglo XIX, distingue Walter Benjamin al flanneur, el que toma la calle como su morada, entre las cuatro paredes de la curiosidad y la vitalidad. En la megalópolis de fines del siglo XX uno de los reemplazos del flanneur es la Víctima en Potencia, que se moviliza como en una cárcel, divide sus rutas de conocimiento en visiones rápidas y medrosas, y hace de la desconfianza su vislumbre sistemático y del recelo su bitácora. La violencia obliga a teatralizar la experiencia, nos encierra doblemente en nuestras casas, derrocha en el caso de los ricos precauciones y guardaespaldas (esos ángeles de la guarda de las previsiones trágicas), modifica a la intuición hasta volverla depósito de angustias ancestrales, se aterra ante la propia sombra porque no se sabe si el inconsciente va armado y, por último, nos convence de que la ciudad, en el sentido de sensaciones de libertad, es progresivamente de los Otros y es cada vez más el Otro y lo Otro, aquello que dejó de pertenecernos cuando aceptamos que la violencia es por lo pronto indetenible.
Se pierde el uso confiado de la calle, y la ciudad se mide por atmósferas de seguridad (lo que se agrava dolorosamente en el caso de las mujeres), mientras se intensifican las metamorfosis de lo cotidiano. En una ciudad secuestrada, todo es una trampa: los templos, los restaurantes, los salones de belleza, los microbuses, los salones de clase, la vuelta de la esquina. And I will show you fear in a handful of taxis. Nada que no sucede en otras partes desde luego, pero uno no vive en otras partes.
Según las estadísticas oficiales, más del ochenta por ciento de los delitos jamás reciben castigo. Pero la corrupción policiaca y judicial no lo es todo, también debe reconocerse a los que cumplen con su deber y mueren en el desempeño de sus obligaciones. (En 1996, 56 policías son asesinados en la ciudad de México.) Y conviene atender al error inmenso de aislar un gremio fundamental y darlo por perdido en el espacio de la ley. Los policías, incorporados o no a la delincuencia, sufren el desprecio social; para la mayoría son la expresión de la complicidad con el delito, o de la ineficiencia, o de la marginalidad uniformada. Sus hijos refieren las burlas en la escuela, sus jefes los maltratan hasta el paroxismo, a los entierros de los caídos en la defensa de las instituciones los rodea la indiferencia. Se les prescribe y luego se les regaña y no se entiende lo obvio: sin rehabilitar socialmente a los cuerpos policiacos no habrá combate a la delincuencia.
La ansiedad y el morbo ante la inseguridad le otorgan sitio de honor a la nota roja en lo que se refiere a lecturas y espectáculos. De allí las presiones del presidente Ernesto Zedillo para cancelar dos series diarias dedicadas con éxito enorme a teatralizar y documentar los delitos (Fuera de la ley y Ciudad desnuda). El Presidente insistió en lo pernicioso de esos programas al fomentar el delito (es de suponerse que en seres fácilmente influibles como los niños). ¿Pero son los espectadores tan manipulables? A falta de estudios confiables, lo perceptible es levemente distinto: estos programas se han visto como la conversión de lo real en fábulas de la vida diaria, en acontecimientos cuya dureza suaviza o ironiza el espectáculo. Sin duda, algunas escenas sí estremecen, pero por lo común la televisión tiende a incorporarlo todo a la fabulación. Como sea, suprimir estas series no disminuye el delito, así satisfaga por el momento a un sector importante, convencido de la moraleja transparente: si no se le menciona, la violencia se extingue.
Las megalópolis generan presiones bárbaras, y esto explica por qué más del sesenta por ciento de los mil o mil quinientos delitos registrados a diario en la ciudad de México ocurren en sectores pobres. Allí el botín es mínimo pero es comparativamente alta la gratificación psíquica por el dominio sobre los semejantes.
La mezcla de tradiciones machistas y el profundo resentimiento social se resuelven, en un porcentaje significativo, en violencia intrafamiliar, que llega al asesinato o la violación bajo el amparo concedido por el tradicionalismo al patriarcado o al más bien legendario matriarcado. Esto se apoya en el debilitamiento extremo de los sentimientos comunitarios de solidaridad. Por lo mismo, la demografía actúa a favor de la violencia. En última instancia, lo muy urbano de estos atropellos es una posibilidad concreta: los responsables se disolverán en el gentío. De no detenérseles en el acto, ¿quién identificará con certeza a los asaltantes?, ¿quién no le apuesta a disolverse en las ceremonias del anonimato?
No es privativo de megalópolis alguna su estallido perpetuo (económico, social, demográfico, cultural) con las resonancias fatídicas en la aplicación de la ley. Y la expansión incesante de algunas ciudades (Sao Paulo, México, Los çngeles) describe un siglo XXI sojuzgado por el descontrol de la natalidad. Así, cuatro factores (la explosión demográfica, la catástrofe económica, el desastre de la justicia y el poder de compra del narcotráfico) distorsionan o destruyen gran parte del tejido social. Se viven ahora los efectos del desprecio a la vida humana en sectores humillados y reprimidos, o en sectores alborozados con el usufructo sin límite del capitalismo salvaje. Eso sí. Pero de ningún modo padecemos las consecuencias de la psicología esencial del mexicano. Lo que sucede, común a muchísimos países, no es cuestión de ontología, sino del largo reino de la impunidad, del desastre educativo, de las vertientes más criminales del capitalismo salvaje, de la incontinencia sexual bendecida desde la representación del cielo.
¿Qué sucede con la acumulación de experiencias temibles? La ciudad se unifica negativamente: tiene lugar la distribución pareja de indefensión y miedo, es un paseo por el abismo el paseo solitario y la inmersión en la multitud de la que nos pueden desgajar los asaltantes. En el uso del espacio urbano se desvancen los ciudadanos con derechos, y se adueñan convulsos del escenario los objetos de cacería. Y al restringirse la libertad de movimientos, el espacio se acorta y se vuelve más opresivo. Quien no ha sido asaltado se sabe al borde del precipicio de las estadísticas y, en el reacomodo de prácticas del desplazamiento y haberes psicológicos, la gran ciudad adquiere gradualmente la iluminación y los tonos expresionistas del film noir, donde cualquier recorrido es una incursión en la amenaza, y la angustia es la guía del conocimiento.
La violencia se interioriza en cada habitante de la urbe, no tanto por la gana de ajustarle cuentas a la realidad a través de explosiones de furia, sino por la rabia ante lo inminente, los hechos injustos e irreparables que son tributo citadino. Esto no es desde luego únicamente psicológico. En la ciudad, se aguarda a la violencia, con múltiples cerraduras en las puertas, dispositivos de seguridad en los automóviles, seguros sin los cuales no se transita, armas en la casa, proliferación de las compañías de seguridad privada (600 en México), gadgets innumerables de protección personal, lenguaje de estremecimientos corporales ante los grupos o los individuos de aspecto o de actitud que sobresaltan. Las descargas de adrenalina son homenaje a la ubicuidad del peligro. Ya somos nuestro propio modelo apocalíptico.
Si la seguridad pública se derrumba, ¿cómo se habilitan los métodos de la seguridad privada? La triple cerradura, los muros, la recomendaciones, las esperas lívidas del familiar que llega tarde, las invocaciones al santoral (los guardaespaldas con alas), las nuevas técnicas en el volante (el manejo esquivo, las miradas ansiosas al retrovisor), el estremecimiento ante los desconocidos que por el hecho de serlo ya traen el peligro sobre los hombros. Todo como en película, mientras la suspicacia rige en cada intercambio de miradas. Lo común y corriente adquiere perfiles de aventura involuntaria. Tomar un taxi es un riesgo, y una expedición. Se memorizan las placas o se anotan con disimulo, se adivina el complot en los gestos del taxista, se palpan las desdichadas tarjetas de crédito, tan garantizadoras del secuestro de horas, se padece la ruta a casa como un acercamiento al cadalso.
El resultado: la energía dedicable a la vida comunitaria se concentra en el miedo, cuya inmensa desventaja es no ser un conocimiento sino una técnica de resguardo, el sistema de envolturas protectoras que aísla fatalmente de la ciudad.
Epílogo o epitafio
En materia de violencia urbana, las conclusiones optimistas están a cargo de dormir con la puerta abierta.