Héctor Aguilar Camín
Errores de diciembre
Contra las expectativas, el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas en la ciudad de México ha empezado mal. Su gabinete, nombrado según criterios de lealtad, amistad y clientelismo partidario, resultó no el equipo de ``los mejores'' que Cárdenas prometió, sino un grupo de funcionarios de bajo perfil, inexpertos unos, representantes otros de la tradición más clientelar y corporativa de la política ``popular'' urbana. Todavía ese gabinete no asumía bien a bien sus funciones, cuando el barco cardenista empezó a hacer agua por la más delicada de sus asignaturas pendientes, la seguridad pública.
Antes de cumplirse una semana del nuevo gobierno han sido cuestionados y removidos mandos policiacos fundamentales de la Procuraduría de Justicia capitalina: el director de la Policía Judicial y el encargado de la recuperación de vehículos, ambos señalados por la prensa, por la Comisión Nacional de Derechos Humanos y por la del Distrito Federal como sospechosos de corrupción e impunidad policiaca. No han sido removidos, pero sí señalados, otros mandos, entre ellos el mismo jefe de seguridad, Rodolfo Debernardi, asociado profesionalmente a una de las épocas de mayores abusos policiacos de la Procuraduría General de la República, la época del subprocurador Coello Trejo, origen del clamor contra la impunidad que dio origen, precisamente, a la creación de la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
La cantidad de mandos señalados, dados sus antecedentes, como dignos por lo menos de una investigación, ha hecho concluir a Teresa Jardí, opinadora radical e insobornable en estas materias, que ``el nuevo gobierno pactó con un grupo criminal''. He oído decir a un funcionario de alto nivel que la resistencia del gobierno cardenista a servirse con amplitud de los servicios de inteligencia del Ejército y del gobierno federal, facilitó la desinformación en las nuevas autoridades y abrió la puerta a lo que bien puede ser una vasta maniobra de ocupación de la policía capitalina por viejas huestes desplazadas, unidas umbilicalmente al cártel de Tijuana.
No puedo imaginarme al procurador cardenista Samuel del Villar, hombre polémico pero honesto a carta cabal, pactando a sabiendas con criminales para combatir al crimen. Me parece posible, en cambio, que la soberbia, la novatez y el afán de independencia del nuevo gobierno en lo relativo a sus nombramientos de seguridad y policía hayan dejado rendijas por donde se colaron elementos cuya fama y trayectoria no han resistido el primer foco de luz de los medios. Los enterados y diversos indicios de prensa apuntan a que muchos otros nombramientos policiacos no resistirán tampoco el escrutinio. Ayer mismo, La Jornada informó que al menos uno de los delegados de la Procuraduría capitalina ``tendría una averiguación previa en su contra y renunciaría antes del escándalo'' (14/12/97, p. 52).
Los cardenistas han reaccionado mal a la exhibición de sus primeros errores -errores de diciembre, mes aciago. El procurador Del Villar se enfrascó en un litigio absurdo con la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, en defensa de los policías cuestionados. La secretaria de Gobierno, Rosario Robles, echó toda la culpa de los nombramientos sobre el propio Del Villar, exculpando a Cuauhtémoc Cárdenas de responsabilidad. La misma Robles sugirió que en el affaire puede haber ``mano negra'' y que los perredistas han sido, una vez más, víctimas de la perversidad de sus adversarios. El nuevo jefe de gobierno, Cuauhtémoc Cárdenas, que obtuvo directamente del presidente Zedillo la facultad y la responsabilidad de nombrar a su gente en la Procuraduría y la policía capitalina, ha eludido el tema reiteradamente.
En resumen: dos policías han sido removidos y el nuevo gobierno paga ya costos en la opinión pública. La prensa está encima del asunto, igual que los lectores, y los adversarios políticos echan a repicar las campanas. Los miembros del nuevo gobierno no han tenido la naturalidad democrática de aceptar simplemente que se equivocaron y proceder a lo fundamental: revisar con lupa a quienes han elegido para garantizar la seguridad de la urbe y erradicar del público toda sospecha de que han pactado con criminales o de que los criminales se les han metido de contrabando, sin que se dieran cuenta, hasta la cocina.