La Plaza México acabó convertida en una capea pueblerina. Una capea que duró la friolera --además del frío invernal-- de cuatro horas y 20 minutos. ¡Que no, que no puede ser! Una capea que resonaba como exudación enfermiza la esencia cotorra del desmadre en el que se ha convertido la fiesta en México. No hay asentaderas que escapen incólumnes a la contemplación de estas pachangas. Las pupilas quedan irritadas y en el fondo del espíritu un charco alcohólico de suburbio pueblerino.
No se llega a este desorden de golpe, fue poco a poco que se llegó a tamaño desatino (ver artículo de Leonardo Páez en Masiosare el día de ayer). Al principio uno se resiste, se indigna, busca la defensa contra esa caricatura de corridas de toros y termina por acabarse la cubeta del cervecero amigo. Corridas que se prolongan, como se prolongan ridículamente las faenas en derechazos interminables en la búsqueda grotesca del indulto, como sucedió en el décimo toro de la noche al venezolano Leonardo Benítez.
Es una necedad, esa necesidad de querer triunfar pegando pases a toda costa. Si no se calienta el público por una u otra razón, el alcohol de toda la corrida es propiaciador de la pedida de toros y más toros en forma inacabable, cual capea que requiere de orejerío para un público reclamador de apéndices auriculares, calmantes del hálito angustioso del suplicio sentimental de la espalda en donde pierde su carreñero nombre. La Plaza México, convertida en capea de picaresca especial que requiere mojar los capotes con desinfectantes de cantina. Corridas de taquiza, tequila y cerveza que no deja huella, son superficiales y sólo divierten a algunos prenavideños que insisten en seguirla entre risas, trapazos, transas y pases repetidos hasta la güeva.
Dentro de este, desmother Manuel Caballero, el torero albaceteño, había hecho dos faenas recias, macizas, a los espléndidos toros de Xajay que le correspondieron. Lástima que la belleza de sus faenas se perdiera en la noche prenavideña ante ese desfilar de bureles. Es más, había logrado unos pases naturales --uno en especial-- en que embarcó al toro, después de citarlo con mucho empaque, y se lo trajo toreado hasta despedirlo y quedar en el sitio preciso para ligarle el siguiente, sin enmendar el terreno. Todo esto con solera y hondura.
Pero nada, todo se echó a perder con los regalitos navideños. La pastorela, las piñatas, el pedir posada, la letanía interminable y los ponches, muchos ponches, generadores de los gritos de unos cuantos olés, orejas, rabos, indultos, mentadas y que más da... En la misma forma que no lucieron los toros de Xajay, que sin ser nada espantables fueron aceptablemente presentados y muy a tono y ritmo para el toreo actual, en especial el décimo de la tarde-noche, muy por encima de la faena del torero venezolano.