Hermann Bellinghausen
La ida al bosque de las telarañas

Una mañana fui llevado a un bosque de telarañas rápidas, ninguna más antigua que la noche apenas terminada. Súbitas como los hongos, encordaban los caminos según las caprichosas trayectorias de arañas que ni con tanta pata se daban abasto para tejer al paso que hilaban.

Vistiéndolas, la humedad del rocío revelaba las telarañas. El verde bosque emblanquecía de nubes intermedias y breves, murallas de seda con sus primeros insectos, aún vivos, en la red pegostiosa. Qué desperdicio de élitros de los mosquitos atrapados, como ícaros patéticos que capturara el aire.

Los pinos a contraluz parecían plumeros de quetzal, de un verde prieto en el centro que irradiaba abiertos y brillantes verdes, abalanzando su iridiscencia al territorio absoluto del día iluminado.

Era preciso andar a tientas para no pisar la delicada ingeniería de las telarañas bajas, las que de una a otra hoja de monte se disponían para un trapecista que evolucionara en las ramas, maleza arriba.

No me llevaban de la mano, como pudiera pensarse, sino que me llevaban de los pies. Como en los futbolitos de mediados de siglo, que se movían con imanes que uno arrastraba por debajo del tablero.

Tampoco me obligaban. Podía detenerme en cualquier momento, cambiar el rumbo, incluso regresar. No obstante, me llevaban. Es decir, era llevado.

Unos zorzales de amarillo terregoso sacudían sus alas como amas de casa echando a orear las cobijas por la ventana. Era suyo el máximo ruido, porque además cantaban. Nada mal. Pocas notas, lamentablemente: su timbre daba para mucho más. Pensé en los talentos desperdiciados. También pensé que su canto limitado era perfecto.

Abochornado de tal simpleza, qué ocurrencias, seguí adelante y parecí escuchar que el amigo Parker tocaba Bird feathers con alguien más en una cercana región del aire. Alguien más cuyo nombre se perdió en el olvido para siempre, y su música sigue.

Por el motivo que sea, ese hecho me dio ánimo para continuar a donde me llevaban. Alrededor de todo, las telarañas se presentaban como explanadas, escaleras, rumbos, llorosas cribas, círculos concéntricos, naves de catedral desierta, meticulosos puentes colgantes hacia nidos, provistos cada uno de su respectivo hilo como los que reparte Ariadna y que viajan a la velocidad de la luz en una danza de fantasmas en el cable.

La concordancia lógica no es el signo de este relato, así que me detuve ante un puente, un instante (sólo uno), y sentí liberadas del imán las plantas de los pies. Una descarga de eléctrico cansancio me recorrió los músculos y tuve ante mí una telaraña delicada y prodigiosa del bosque, plata y diamantes infinitamente más delgados que el más fino y delicado de los cabellos. Junto a ella, el puente de Brooklyn es un tronco atravesado en no importa cuál río.

Olvidaba mencionar que el bosque era titánico para mí y para quien fuera. Si acaso el follaje más pequeño cabía en mi tamaño. Tomaba varios minutos dar la vuelta en redondo a un tronco. Y es que había que ver el vuelo de los árboles.

El puente de la telaraña iba de la ninguna parte donde estaba yo parado, a una cavidad en un tronco mutilado que tuvo ya tiempo de retoñar.

El puente era pegostioso por el material que usó la araña constructora, pero nada más. Caminarlo fue relativamente fácil, siguiendo la oscilación que hamaqueaba mis tanteadores pasos.

La boca del agujero en el tronco era redonda y negra como capullo de rosa. Puse mi siguiente empeño en asomarme y quedé maravillado de la casa de la araña, que, cobarde, huyó al rincón más retraído.

Una multitud de visiones fosfóricas poblaba la apretada oscuridad. Las paredes de la gruta aparecían pintarrajeadas por niños insomnes que se resisten a dormir. Dibujos cavernícolas, y truncos por supuesto, que daban color al conjunto de visiones. Porque eso eran: puras visiones que rompían la tiranía del negro a ciegas.

No recuerdo si caminaba, flotaba o qué al recorrer la caverna; pero supuse, pasado un rato, que mi puente de Brooklyn había quedado muy atrás. No se veía nada. Soplaba una brisa demasiado fresca, casi fría.

De pronto (todo era de pronto) la cavidad dio una vuelta esquinada y he ahí un yacimiento de valles derramándose como una ciudad teñida con los primeros colores del oro, el naranja y el rojo. Los gallos comenzaron con su lento saxofón a tocar los buenos días, y la caverna, el bosque que la rodeaba y las telarañas corrieron a dormir con los murciélagos, las palomillas y los sueños ajenos.

Una telaraña, ondulante bandera tornasol y lunar, se adhirió al pañuelo de las señales y entendí que decía: ``Regresa cuando no tengas prisa''.