Por estos días, hace cinco años, algunos médicos sostenían desde su trinchera burocrática que los efectos de la contaminación atmosférica en la salud no eran tan graves como sostenían los estudiosos del tema. Inútilmente, querían tapar con declaraciones lo que los habitantes del área metropolitana de la ciudad de México comprobaban a diario: los daños por monóxido de carbono, bióxido de azufre, óxidos de nitrógeno, benceno, plomo, las partículas suspendidas (especialmente las menores a 10 micras de diámetro), y el ozono. Hoy, ni al más despistado funcionario se le ocurriría decir públicamente que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Menos si estamos en la temporada invernal.
Pero además de reconocer un problema que afecta la salud y la calidad de vida de millones, la ciudadanía espera que las autoridades incrementen y perfeccionen las medidas para resolverlo en el menor tiempo posible. Cuando hay avances claves en la reducción del plomo y no se disparan alarmantemente los índices de otros peligrosos contaminantes, el ozono parece haber llegado para quedarse entre nosotros. Formado en la atmósfera mediante una serie de reacciones fotoquímicas complejas por dos precursores (los óxidos de nitrógeno y los hidrocarburos) el 03, como se le conoce técnicamente, rebasa casi todo el año las normas mínimas fijadas por nuestras autoridades y está por encima de los 200 IMECA cerca de noventa días. Una parte fundamental de lo que sucede radica en millones de vehículos automotores que circulan por la ZMCM y emiten óxidos de nitrógeno e hidrocarburos, aunque estos últimos también se producen, por ejemplo, vía la evaporación de gasolina, ciertos procesos industriales y el gas LP.
Gracias a la inconformidad ciudadana y a la crítica tenaz de importantes centros de investigación y de reconocidos expertos, hoy no se parte de cero para abatir los niveles de contaminación. Los gobiernos del Distrito Federal y el estado de México disponen de numerosos diagnósticos y propuestas viables en cuya elaboración han participado destacadamente los científicos y unos pocos grupos ecologistas. En algunas de ellas se reconoce la necesidad de establecer políticas que incidan sobre los factores causantes de la contaminación atmosférica que soportan 20 millones de habitantes: cientos de miles de vehículos automotores tecnológicamente obsoletos desde el punto de vista ecológico, una industria que se resiste a modernizarse y sobre la cual no hay los suficientes controles ambientales, un pésimo servicio de transporte público que alienta el uso del vehículo particular; un desordenado sistema de vialidad; prácticas de corrupción en los centros de verificación automotriz, carencia de cuadros técnicos bien remunerados; falta de coordinación institucional, entre otros.
Todo lo anterior se refleja en el uso irracional de combustibles, algunos de los cuales han sido severamente cuestionados por los especialistas (destacadamente el doctor Humberto Bravo, del Centro de Ciencias de la Atmósfera de la UNAM); en la ausencia de un programa que permita instalar en miles de autos de modelos anteriores a 1992, catalizadores y otros sistemas que reducen la emisión de contaminantes. Pero también en ausentismo laboral y escolar por enfermedades vinculadas con la mala calidad del aire, caos vial, estrés y demás desajustes que distinguen a las urbes que crecen sin planeación alguna y divorciadas de la naturaleza.
En los actuales programas para mejorar la calidad del aire en el Valle de México, se asienta como objetivo central lograr a fines de milenio menores niveles de contaminación durante el día y menos contingencias ambientales; abatir casi a la mitad las emisiones de hidrocarburos, de óxidos de nitrógeno y de partículas suspendidas, lo cual daría por fruto cumplir con la norma un mayor número de días durante el año. Nadie niega que son propósitos que redundan en bien de la salud de la población, la economía familiar y la sociedad toda. Pero aún concediendo que vamos por el camino correcto, urge, entre otras cosas, modernizar y hacer eficiente el transporte público y privado, poner orden en la industria, garantizar mejores combustibles, extender la mancha verde del valle, combatir la corrupción oficial y privada; lograr una adecuada coordinación institucional, tomar en cuenta las propuestas de grupos ecologistas y centros de investigación. No se trata ya de descubrir un hilo negro, bien conocido por las autoridades. Pero sí, en cambio, hacer las cosas desde y con la población, contando para ello con el apoyo político, financiero y administrativo que no fue tan pródigo en el pasado.