La Jornada sábado 20 de diciembre de 1997

Enrique Calderón Alzati
Chiapas, al filo de la guerra

En agosto de 1996 tuve la oportunidad de conversar con el subcomandante Marcos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Coincidí en esa visita a San Cristóbal con Miguel Angel Granados Chapa; los dos fuimos invitados a participar en una de las mesas del Foro de Consulta sobre la Reforma del Estado, al que los zapatistas habían convocado. La reunión estaba presidida por los comandantes indígenas y por Marcos, quien nos invitó a reunirnos con él al término del evento.

La reunión se realizó en un pequeño jardín, vigilado por miembros del Ejército Zapatista. Marcos se veía enfermo, durante todo el tiempo estuvo tosiendo y su rostro se veía demacrado; el estado lamentable de su uniforme me impresionó tanto como sus palabras, que me parecieron más las de un filósofo y de un hombre de paz, que del jefe militar que es. Su conversación se centró en los enormes esfuerzos que habían sido necesarios para preparar el encuentro que en esos momentos se realizaba allí en San Cristóbal de las Casas. Ellos estaban convencidos, nos dijo entonces, de que la única forma de lucha que podían realizar era pacífica y política, sabiendo que la militar a nada conducía y que la sociedad civil la rechazaba. Por ello nos pidió hablar de la voluntad de los zapatistas de establecer un diálogo serio con el gobierno para lograr una paz justa y digna para todos.

Su conversación cambió ligeramente de giro, para hablarnos de las difíciles condiciones de sobrevivencia que enfrentaban los indígenas, ante el acoso permanente y bárbaro del Ejército que los mantenía aislados y sin posibilidades de cultivar la tierra. Nos refirió sus temores de que la situación se volviese tan precaria que los indígenas tomaran la decisión de romper el armisticio actual, ante la presencia real de la muerte por hambre y enfermedad. Aun sabiendo que se trataría de un suicidio colectivo, el Ejército Zapatista lucharía defendiendo a los indígenas, en el caso de que éstos decidiesen que la única alternativa que les quedara fuese la guerra.

Desde entonces muchas veces me he preguntado qué tanto tiempo más soportarán los indígenas y el Ejército Zapatista antes de volver a empeñar las armas, en un acto final y desesperado. La pregunta me asaltó con fuerza hace unos días, cuando leí primero el informe preparado por varias ONG sobre lo que está sucediendo en Chenalhó, en Tila y en Sabanilla, y luego al ver las imágenes de televisión que nos presentó Ricardo Rocha, en el documental dramático que la sociedad enfrentó la semana pasada.

Qué tantos actos más de barbarie están dispuestos a soportar los indígenas, qué tantas noches más de frío y de hambre, qué tantas muertes más de sus niños y sus ancianos, antes de decidirse a morir con dignidad reclamando lo que es suyo, sus derechos, su territorio arrebatado, su patrimonio, por escaso que sea.

Ante esta situación tan dramática, denunciada hasta el cansancio por la Iglesia católica, por organismos internacionales y por diversos grupos de la sociedad mexicana, sigue siendo notoria la falta de respuesta y de voluntad política del gobierno para reconocer los derechos indígenas y abocarse a lograr la paz con la seriedad y la premura que son hoy indispensables.

Al actuar en esta forma, el gobierno pareciera apostar a que la causa de los indígenas chiapanecos ha sido olvidada por la mayor parte de la sociedad mexicana, y que por ello su comportamiento no tiene ningún costo político. En ello se equivoca el gobierno, por dos razones al menos: además de que la simpatía por los indígenas, y en particular por los zapatistas, sigue siendo muy alta, la conducta asumida por el gobierno de Zedillo no hace sino confirmar la imagen de crisis moral y de falta de compromiso con el pueblo, que ha sido constante de su gobierno.