Con respecto a la relación entre Estado y economía, estamos siendo bombardeados con la idea de que la intervención estatal es dañina, que distorsiona la mejor asignación de los recursos, que reduce el crecimiento económico. Esta no es una idea nueva. Lo nuevo es que se ha transformado en un principio que está guiando el accionar de los gobiernos. Pero, por otra parte, cualquier persona que no se deje obnubilar por este bombardeo, está también viendo a diario que los gobiernos toman algunas decisiones que son abiertamente violatorias de este principio.
Para sostener el planteamiento de que el Estado debe mantenerse fuera de la economía, se han planteado argumentos para deshacer la justificación que la teoría económica había otorgado a la regulación estatal.
En primer lugar, la economía acepta el principio de que en condiciones de competencia perfecta el mercado determina la asignación óptima de los recursos. El problema es que la competencia perfecta es una situación muy restrictiva, y que en el mundo contemporáneo sólo existe en unos pocos mercados, en los que no se transa la mayor parte de la producción. La competencia perfecta supone que todos los productores son pequeños, lo que es característico de la agricultura, pero no del resto de la economía. Dado que en la economía moderna lo normal es el régimen de competencia imperfecta, que no determina la asignación más eficiente de los recursos, se argumentaba que el Estado debía intervenir para evitar los costos derivados del dominio de unos pocos grandes productores. Ante esto, la posición económica dominante sostiene que los costos de la intervención estatal siempre resultan más elevados que los derivados de la ausencia de la competencia perfecta.
Otra explicación de la intervención estatal partía del hecho que el mercado genera la polarización entre ricos y pobres, lo que dio origen a políticas de traslado de ingresos desde los primeros a los segundos. Siempre que nos encontremos ante una política que lesione a los ricos, surgirán economistas que justificarán que esa política es dañina para todos. Dado que una de las vías para el traslado de ingresos es la aplicación de impuestos elevados a los ricos, se argumenta que esto deprime el crecimiento económico, pues les quita ingresos a los ricos, que en otro caso se habrían invertido. Esto perjudica a los pobres, pues se reducen las posibilidades de empleo. Simultáneamente, se sostiene que el subsidio que reciben los pobres frena el crecimiento pues no estimula el trabajo de los pobres, dado que viven del subsidio.
En tercer lugar, la intervención estatal venía explicada por la inestabilidad de la economía de mercado, lo que provoca periodos de elevado desempleo. Ante esto, el Estado intervenía a través de las políticas monetaria y fiscal para regular la demanda, evitando tanto la depresión como la inflación. Actualmente se sostiene que cualquier violación al mercado es contraproducente, lo que ha conducido a que estas políticas sean neutras. Ello se traduce en que las finanzas públicas deben ser equilibradas, lo que anula la política fiscal, y que el banco central debe ser autónomo del gobierno, lo que minimiza la política monetaria activa.
Con base en estos argumentos, a partir de los años 80 en muchos países se fue desmantelando la regulación estatal que se había edificado desde los 30. Sin embargo, un observador atento puede notar que, cuando son los intereses económicos de los ricos los que se ven amenazados, los gobiernos abandonan el principio de la no intervención en la economía. Los casos ilustrativos recientes de esta aseveración son numerosos en nuestro país y en el mundo. Hemos sido testigos del salvamento de instituciones financieras. En los 80, el gobierno de Reagan, que sostuvo con fiereza que el Estado debe estar fuera de la economía, no dudó en apoyar a las asociaciones de ahorro y préstamo. En nuestro país, el gobierno ha actuado en el mismo sentido con respecto a los bancos. También cuando algunas grandes compañías han enfrentado dificultades, ellas han pasado a manos de los gobiernos, lo que posteriormente se olvidaba al decir que las empresas estatales originan pérdidas. El caso más reciente en el país lo constituye el traspaso de las carreteras privadas al Estado, por no resultar rentables para el sector privado.
En resumen, el Estado moderno no interviene a favor de los pobres, pero no duda en hacerlo cuando está en juego el interés de los ricos.