En estos días, en los que se ha resuelto que Guillermo Ortiz reemplace a Miguel Mancera como gobernador del Banco de México tras una gestión muy larga, conviene meditar sobre la importancia de esta institución y la necesidad de contar con una dirección nueva que no cometa los gravísimos errores del pasado. En todo el mundo es sabido que uno de los requisitos del gerente de un banco central es que sea parco en el hablar y que transmita una imagen de seriedad y prudencia. Sin embargo, aún más importante es que tome decisiones que sean conducentes a un grado razonable de estabilidad financiera y reduzcan el peligro de crisis monetarias y bancarias.
Lamentablemente, en la última administración sexenal los directivos del banco central --en alianza con el secretario de Hacienda, Pedro Aspe-- tomaron una serie de decisiones que desembocaron en la peor crisis económica de la historia del México moderno, crisis que todos hemos vivido y cuyas secuelas todavía son patentes. El primer error consistió en autorizar a la banca privatizada una libertad absolutamente desmesurada en el manejo del crédito para el consumo, a pesar de que no había garantías de que la nueva generación de los neobanqueros supiera manejar estas transacciones con un mínimo de prudencia. Aunada a ello vino la autorización de extraordinarios márgenes de ganancia para los bancos: es decir, la diferencia entre cobranza de intereses por préstamos y pagos por depósitos a corto y mediano plazo. En ambos casos, los directivos del Banco de México no aplicaron un control estricto entre 1990 y 1993, sino que dieron rienda suelta los bancos privados, supuestamente regulados. Las consecuencias son conocidas para todos y se manifestaron en la mayor crisis bancaria del país del último medio siglo.
Un segundo error de transcendentales proporciones fue el acuerdo entre el Banco de México y la Secretaría de Hacienda para emitir una enorme cantidad de esos peculiares instrumentos de deuda conocidos como Tesobonos en el transcurso de 1994. Para finales de ese año, la enorme cantidad de 30 mil millones de dólares estaba pendiente de pago por dicho concepto y, lo más sorprendente, a un plazo promedio de solamente 225 días. Es decir, el erario tenía que cubrir en menos de ocho meses una deuda que superaba con creces las reservas del banco central. El resultado fue inevitable: la devaluación de diciembre de 1994 y el estallido de una bomba financiera que arrastraría a la ruina a millares de empresas y provocaría la pérdida de más de un millón de empleos en 1995.
Estos errores han sido atribuidos a la lógica política, agresiva y ambiciosa, de la última administración presidencial, pero a ello se agrega la responsabilidad de los entonces encargados del banco central y de manera muy estrecha del secretario de Hacienda, que había estado en el cargo durante seis años. Hicieron caso omiso de las señales de peligro y se lanzaron a una aventura sin retorno. Pero es precisamente la obligación de los máximos responsables financieros del país tratar de evitar los callejones sin salida, vigilando el crédito y la emisión en épocas de bonanza y ampliando el crédito de manera discreta en épocas de crisis. En este sentido, la perspicacia y la flexibilidad deben ir aunadas a la prudencia cuando se trata del director de un banco central. Ojalá que el futuro gobernador del Banco de México haya aprendido las lecciones del pasado.