No hay lugar ni tiempo para engaños. Hoy la zigzagueante transición de México a la democracia pende de un hilo que se anuda en torno al nuevo gobierno de la capital, independientemente de su signo partidista. Muchísimas son las expectativas generadas a propósito de ese nuevo gobierno, como muchísimos son los años y las penurias que exigió su llegada.
Si fracasa el nuevo gobierno, sufrirá la causa toda de la democracia y no sólo tal o cual partido. En el mejor de los casos, si el nuevo gobierno resulta tan viejo como los anteriores, crecerá como nunca el abstencionismo: ¿para qué molestarse en votar, si lo más que logramos es una misma gata pero revolcada? Y si el fracaso es rotundo, el costo para todo México podría ser mucho mayor. Cobrarían vuelo los empeños en desprestigiar a la democracia, tales como los que ya pujan por el desprestigio del nuevo Congreso o de los derechos humanos. Quedaría preparado el terreno para el regreso del autoritarismo, ahora sí, con tintes fascistas. De hecho, el huevo de la serpiente ya asoma ora en los llamados a suspender las garantías individuales, ora en las múltiples cabezas del militarismo.
¿Qué hacer para que el nuevo gobierno capitalino confirme las bondades de la democracia? Tal vez esta interrogante resume bien los retos más inmediatos para la democratización de México. Afortunadamente la respuesta ya cuenta con un amplio consenso en cuestiones de la mayor importancia. Falta, sin embargo, un accionar eficaz y congruente con tales consensos.
Ya casi nadie duda que las tareas democratizadoras competen tanto al gobierno como a la sociedad. Y que, para avanzar, se requiere una nueva relación entre ambos. Porque si gobierno y sociedad continúan concibiéndose como enemigos, jamás cuajará la esencia de toda democracia: la participación de todos en la forja del bienestar para todos. Las discrepancias aparecen al jerarquizar las responsabilidades. Pero lo cierto es que la sociedad capitalina ya cumplió con su tarea inicial: elegir al gobierno y hacer valer su voto para poder exigirle, con toda autoridad, una buena gestión.
Naturalmente, pueden y deben discutirse cuáles serían o no exigencias razonables y constructivas, así como los frutos a esperar. Pero hay algo que, a nuestro entender, sería infaltable y a la vez piedra angular de una cultura democrática, que es la base de cualquier fruto duradero. Nos referimos a la necesidad de gobernar siempre de cara a la sociedad. Es decir, explicando paso a paso qué se hace y por qué se hace; qué se busca, cuánto se obtiene y por qué no más.
Sin esa explicación oportuna, transparente e incluso educativa, difícilmente la sociedad se sentirá respetada y copartícipe en la tarea gubernamental. En cambio, con ese tipo de información podría por fin entablarse una comunicación democratizante (ida y vuelta) entre el gobierno y la sociedad. Lo que a su vez permitiría echar a andar el motor de la nueva cultura requerida. Una que reemplace de una vez para siempre los silencios déspotas y los lenguajes crípticos, con informes claros y confiables.
Conocidos son los traspiés iniciales del gobierno de Cárdenas en el nombramiento de algunos funcionarios. Y muy plausibles son los correctivos correspondientes. El saldo es, sin duda, positivo: un gobierno que reconoce errores y que, además, los enmienda en atención a exigencias fundadas de la sociedad. Sin embargo, todavía hay mucho que hacer en términos de explicaciones oportunas, convincentes y -insistimos- educativas.
Hoy fueron los nombramientos, muy pronto será el programa mismo de gobierno. Si éste se instrumenta de cara a la sociedad y con la misma receptividad ya mostrada, la mitad del reto democratizador quedaría superado. Tanto mejor, si el propio jefe del Gobierno se comunica de manera abierta y frecuente con la ciudadanía que lo eligió (acaso en un programa semanal de radio o televisión con teléfono abierto al público). Así la democracia, por lo pronto capitalina, al fin encontraría cimientos firmes y un motor potente, muy difícil de apagar.