La Jornada 24 de diciembre de 1997

GUERRA EN MEXICO

La guerra se ha instalado entre nosotros. A pesar de las voces de advertencia, de los señalamientos insistentes, de las llamadas de atención de organizaciones sociales, medios informativos, sectores religiosos y partidos, los grupos homicidas armados con la connivencia o la aquiescencia del poder público han colocado al país ante una nueva fase del conflicto: la etapa de las matanzas, la era de la contrainsurgencia, la época de los escuadrones de la muerte como instrumentos de conservación del poder político y económico.

Los sucesos de Acteal no tienen precedente en las matanzas agrarias ocurridas en el país en la segunda mitad de este siglo: ni Sonora ni Guerrero ni Chiapas mismo habían sido escenario de un acto tan bien planificado, tan masivo y tan anunciado como el perpetrado en Chenalhó en vísperas de Navidad. Los símiles más cercanos de este exterminio tendrían que buscarse, más bien, en Panzós, Guatemala, a fines de los años setenta, o en El Mozote, El Salvador, a principios de los ochenta: aniquilamientos de comunidades con propósitos de escarmiento y terror, eliminación de los desarmados y desprotegidos para disuadir y aislar a los rebeldes, mensajes de muerte para conminar a los oprimidos a resignarse para siempre a su condición. Paradojas aparte, en territorio mexicano se desarrolla un conflicto centroamericano como los que nuestro país ayudó generosamente a superar en la región vecina durante la década pasada.

Es significativo que la agresión haya sido dirigida contra un grupo de desplazados integrantes de la Sociedad Civil Las Abejas, que se ha empeñado en buscar soluciones pacíficas al conflicto entre el gobierno federal y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), y que ha sufrido en carne propia las más duras consecuencias de esa confrontación; es revelador que las víctimas sean, en su gran mayoría, mujeres y niños, y que la matanza haya ocurrido en una zona intensamente vigilada por el Ejército Mexicano y por las fuerzas de seguridad pública estatales.

En semejante contexto, son insostenibles e indignantes las argumentaciones que buscan explicar lo ocurrido en función de ``enfrentamientos intercomunitarios'' o del accionar de grupos armados ajenos al poder público. Los hechos de Acteal no pueden entenderse como resultado de un conflicto entre indígenas ni como un asunto de orden meramente chiapaneco; son expresión de un drama que concierne a todo México, son una declaración formal de guerra de los cacicazgos, las oligarquías locales y la cerrazón política en contra de los mexicanos más desposeídos, los más saqueados, los más relegados y los más marginados a lo largo de nuestra historia nacional.

En la gestación de esta guerra que ha venido larvándose y anunciándose desde hace muchos meses, no puede omitirse la responsabilidad que atañe al gobierno de Julio César Ruiz Ferro, el cual ha soslayado sistemáticamente todas las advertencias sobre la explosiva situación imperante en la zona norte y en los Altos de Chiapas, y ha tolerado -si no es que prohijado- la formación, la operación y la impunidad de los paramilitares y las guardias blancas en esas zonas. No puede dejarse de lado, tampoco, la responsabilidad que corresponde al Ejecutivo federal, cuya inacción y cuyo rechazo a la iniciativa de reformas constitucionales elaborada por la Cocopa, con base en los acuerdos de San Andrés, dieron lugar al estancamiento del proceso pacificador y a la consiguiente descomposición política y social que se vive en Chiapas, hecho que se expresa, entre otras formas, en el exterminio -lento o rápido, por hambre y enfermedades o por heridas de machete y bala- de las comunidades de desplazados.

Nadie va a compensar el sufrimiento de las mujeres, los niños y los hombres asesinados en Acteal, el de sus familiares sobrevivientes, el de miles y miles de refugiados sobre quienes pende, hoy con más claridad, la amenaza del exterminio. Ojalá que estas muertes y este dolor sirvan, al menos, para inducir al gobierno y a la sociedad a tomar en serio el drama chiapaneco y a actuar en consecuencia. Estos muertos inocentes debieran hacernos recordar que la estabilidad política de todo el país está en peligro; que los valores cívicos, éticos y humanos de la nación pueden acabar sucumbiendo ante la indiferencia y el cinismo, ante la muerte como suceso habitual y rutinario; que la eliminación violenta de los más desprotegidos pone en tela de juicio la precaria e incierta normalización democrática que estamos construyendo.

La lógica de terror y muerte comenzada el lunes en Chenalhó no va a detenerse por sí misma. Por el contrario, la matanza tiene todos los rasgos de una acción inaugural. Hoy mismo, bandas de la misma filiación de las que perpetraron el crimen en el poblado de Acteal mantienen bajo cerco la comunidad zapatista de X'Cumumal y existe el peligro real de que tengan lugar, allí o en otras localidades chiapanecas, nuevos actos de exterminio. Si no se le pone un alto a esta guerra, si no se involucra el país en su conjunto para detener la barbarie, sus efectos nos alcanzarán, más temprano que tarde, a todos los mexicanos.

Ante la evidente incapacidad o renuencia de las autoridades estatales para frenar la violencia, la atracción del caso de Acteal a las instancias federales -anunciada por el presidente Ernesto Zedillo- es, sin duda, un dato positivo. Investigar, hacer justicia y castigar conforme a la ley a los asesinos materiales e intelectuales de esta matanza es moral y socialmente indispensable, pero no suficiente. Resulta necesario, en lo inmediato, que el Ejecutivo federal dé muestras inequívocas de voluntad política para desactivar la guerra que se libra en Chiapas. La negativa del secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet, a reunirse con los integrantes de la Comisión Nacional de Intermediación (Conai) que preside el obispo Samuel Ruiz, pone en tela de juicio la existencia de tal voluntad política y hace pensar, en todo caso, que las autoridades nacionales no han percibido la gravedad y la urgencia de la situación.

Finalmente, es necesario y perentorio desarticular los grupos de hostigamiento y exterminio que operan en tierras chiapanecas, dar fuerza de ley a los acuerdos de San Andrés, emprender, de una vez por todas, el desmantelamiento de las estructuras oligárquicas y represivas que, en lo político y en lo económico, siguen imperando en esa entidad, y entender que el reclamo principal de los indígenas de Chiapas y de todo el territorio nacional es recibir un trato de seres humanos, de compatriotas, de iguales, y que no es este reclamo, sino la guerra que mostró su rostro el lunes en Acteal, lo que amenaza con desintegrar al país.