La matanza de Acteal es ya uno de los pasajes más vergonzosos y agraviantes de la historia nacional, y probablemente se le recuerde como un punto de inflexión en el acontecer de México en las postrimerías del siglo XX, aunque por hoy resulta incierto el sentido de ese parteaguas. En estos días amargos, ante los 45 cadáveres de indígenas desprotegidos, perseguidos, marginados y finalmente asesinados, el país enfrenta una clara disyuntiva entre atender de una vez por todas el problema de la pobreza, la marginación y la injusticia --en Chiapas y en el resto de su territorio--, o seguir dando la espalda a esa problemática y asistir, impasible, al dislocamiento y la destrucción de su tejido social.
Por elemental sentido político, histórico, ético y nacional, el primero debe ser el rumbo a escoger. Pero ello requiere de un cambio radical de actitudes sociales y de gobierno: por una parte, el involucramiento de la población en la preservación ya no sólo de la paz, sino de la vida humana, como premisa fundamental de convivencia, y por la otra, el abandono de las posturas autocomplacientes por parte de las autoridades, las cuales parecen seguir empeñadas en creer, o en hacer creer, que los dramas sociales que se desarrollan en el país --los costos sociales de la política económica, el colapso de la seguridad pública, el sufrimiento y la muerte de los indígenas chiapanecos, entre otros-- son asuntos ajenos a su incumbencia y ubicados fuera del ámbito de sus responsabilidades.
En lo que se refiere a los sucesos de Acteal, lo anterior debe traducirse, por un lado, en la movilización inequívoca y generalizada de la sociedad civil para prevenir nuevos ataques criminales contra los desplazados, exigir la identificación y el castigo de los culpables materiales, intelectuales y políticos de esta tragedia, sin importar su rango o cargo, y presionar para que se adopten soluciones políticas, económicas y jurídicas a las causas profundas del conflicto chiapaneco.
El gobierno federal, por su parte, tiene ante sí la obligación de investigar a fondo los numerosos indicios que señalan la participación en la matanza de estamentos del poder público local o federal; especial atención debe darse, en este sentido, a las informaciones según las cuales altos funcionarios del gobierno de Julio César Ruiz Ferro intentaron ``limpiar'' la escena del crimen, minimizar las dimensiones del exterminio y ocultar la escala y el grado de organización del operativo efectuado el lunes 22 de diciembre en esa comunidad de San Pedro Chenalhó. Asimismo, resulta ineludible esclarecer la posible responsabilidad política que pudiera corresponder a la Secretaría de Gobernación, la cual, según lo señalan el EZLN, el PRD y el obispo coadjutor de San Cristóbal de las Casas, Raúl Vera López, tuvo, antes de la tragedia, información sobre la gravedad de la situación en Chenalhó, información que permitía prever la realización del operativo de exterminio que a fin de cuentas tuvo lugar en Acteal.
Al mismo tiempo, es fundamental que el gobierno desista de seguir buscando subterfugios para cumplir con lo firmado por sus representantes oficiales y los delegados del EZLN en San Andrés Larráinzar hace ya casi dos años, y convertido en iniciativa de modificaciones legales por la Cocopa en noviembre de 1996. A este respecto, resultan incomprensibles los persistentes llamados al EZLN por parte de las más altas instancias del Ejecutivo federal para reactivar el diálogo, toda vez que el proceso pacificador está en suspenso precisamente por el rechazo gubernamental a la propuesta de la Cocopa, y su reanudación pasa necesariamente por la aprobación de ese documento.
Finalmente, otra grave inconsistencia del discurso oficial ante los hechos de Acteal reside en la inopinada invocación de la soberanía nacional formulada ayer por la Secretaría de Relaciones Exteriores y su descalificación de las voces de la comunidad internacional que condenan la matanza de Acteal y demandan el esclarecimiento de ese crimen. Por boca del secretario de Relaciones Exteriores, José Angel Gurría, el grupo gobernante que operó la apertura económica indiscriminada y abrupta, que incrustó al país en la globalidad sin parar mientes en los costos sociales internos y en las cesiones de soberanía que implicó su proyecto, que ofreció el ingreso de la nación al primer mundo, que afilió a México a la OCDE, no debiera pretender ahora que los organismos civiles, multilaterales y gubernamentales del extranjero guarden silencio ante una violación de los derechos humanos tan grave y vergonzosa como la que tuvo lugar en Chiapas a comienzos de esta semana. En el entorno globalizado, y ciertamente ineludible en el que estamos inmersos, la única manera de preservar la soberanía nacional en materia de derechos humanos es defender- los y asegurar su vigencia.