La Jornada viernes 26 de diciembre de 1997

Horacio Labastida
La masacre de Chenalhó

El símbolo de la Navidad se ve ahora trágicamente bañado en la sangre inocente de los asesinados por las fuerzas paramilitares (?) que asuelan con inmunidades protectoras y armas de gran potencia a las comunidades de los Altos y las llanuras chiapanecas. La brutalidad asesina no es una novedad para los mexicanos que habitan en las montañas de los legatarios de la antigüedad maya. El salvajismo depredador que denunció fray Bartolomé de las Casas, es el mismo que desde hace cinco siglos azota a las poblaciones indígenas del sureste patrio. Pero ahora las cosas muestran un escenario más cruel. El discurso oficial habla y habla de su disposición para solucionar las diferencias. Se echa mano de argumentos como el difundido para justificar el incumplimiento de los acuerdos de San Andrés. En una nación esencialmente federalista, los funcionarios afirman sin sonrojo que las autonomías indígenas significan el rompimiento de la unidad soberana, olvidando que el federalismo es armonía de distintas culturas en una república. ¿Si los estados y los municipios son, claro que sólo en el papel, independientes, por qué no lo habrían de ser los grupos indígenas dueños de una riquísima y propia vida espiritual, dentro del conjunto político mexicano? Ya hemos adelantado el motivo de esta discrepancia. El presidencialismo autoritario teme que la autonomía indígena desate un efecto dominó en las alcaldías y los gobiernos locales. Este es el verdadero motivo que se percibe atrás de los no pocos sofismas entretejidos por la propaganda oficial, en el propósito de negar valor a los mencionados acuerdos de San Andrés.

Independientemente del manejo amañado de esos sofismas que nadie acepta, hay una política cuidadosamente orientada al aniquilamiento de las rebeliones indígenas que representa el EZLN. La primera reacción de la autoridad fue ordenar la derrota de una guerrilla que militarmente era muy débil. Esto es cierto, pero esa orden debió suspenderse porque la fuerza del supuesto rival era la de un poder muy superior al de las armas: el poder moral que suma la voluntad de una población que al fin decide buscar medios pacíficos para inducir en favor del pueblo el sentido de la toma de decisiones políticas. En lugar de que el EZLN levantara los emblemas del aterrador Marte, izó la bandera del diálogo porque así le fue ordenado por la sociedad civil. Los miles y miles de soldados con tanquetas y ametralladoras que rodearon a los zapatistas alzados, tuvieron que detener sus ímpetus desoladores, y esperar las nuevas órdenes de la superioridad.

En ese momento comenzó el flamante teatro de actores disfrazados de verdades que eran mentiras. Mientras los acercamientos de los litigantes y mediadores favorecían el encuentro de palabras claras y buenas voluntades, acatando las teorías ajenas de la llamada guerra de baja intensidad, los movimientos militaristas siguen tácticas de penetración en las zonas y refugios zapatistas, para abrir frentes virtuales y actuales capaces de disolver por cualesquiera medios, los apuntalamientos civiles del EZLN. Cuando el nazismo agredió al gobierno de la República española, hizo gala de la concepción bélica expresada en la idea de guerra total; la prueba se hizo en la Guernica inmortalizada por Picasso, y quedó desde entonces muy fijo que el enemigo perdería su capacidad de ataque y resistencia si la población de la retaguardia fuera arrasada por ataques inmisericordes. Todo esto de la violencia que alimentó tanto el nazifascismo como las guerras imperiales posteriores a 1945, forma el caldo incubador de la guerra de baja intensidad, y del mismo modo que se hizo en Guernica, está poniéndose en marcha en la Chiapas del zapatismo contemporáneo. Así lo hizo saber al público el comandante David, al explicar que el belicismo que inunda Chiapas tiene por objetivo desmantelar a las comunidades que cobijan a los guerrilleros pacifistas del EZLN y, hace unos días, el martes pasado, avalaron esta explicación Andrés Aubry y Angélica Inda, en su análisis sobre quiénes son los ``paramilitares'' (La Jornada, núm. 4778). El objetivo del paramilitarismo (?) y sus mentores es el de arrebatar el futuro a los indígenas de Chiapas privándolos de ``instalaciones productivas, de las cosechas y hasta de aperos de cultivo para quitar porvenir a los disidentes''. Tal es la táctica paramilitar (?) de los asesinos de Chenalhó: la misma que se ensayó en Guernica y la que ejecutó la contra que aterrorizó a las poblaciones y enervó al sandinismo revolucionario en Nicaragua, protegida por el gobierno de Honduras y entrenada y armada en instalaciones militares estadunidenses.

El crimen genocida de Chenalhó es una cristalización de la guerra de baja intensidad que se ha puesto en marcha en Chiapas para acabar con la resistencia zapatista tanto del EZLN como de la inmensa mayoría de los mexicanos que protestan y condenan el neoliberalismo totalitario de nuestro tiempo. ¿Quiénes son los culpables? La respuesta es obvia: los auspiciadores, animadores o alentadores de esa condenable guerra de baja intensidad.