La aplicación de un nuevo reglamento de tránsito para el Distrito Federal ha suscitado polémica, sobre todo en lo relativo al tipo y monto de las multas por infracción. Cualquier juicio al respecto, debe partir de un análisis autocrítico de los ciudadanos sobre nuestra conducta individual y colectiva en lo relacionado con la forma como nos desplazamos y usamos el transporte individual o colectivo en la saturada ciudad. La conclusión a la que tenemos que llegar es que en este campo carecemos de una cultura ciudadana adecuada a la situación urbana actual y a las necesidades futuras.
Los malos hábitos son múltiples. Los automovilistas irrespetamos las señales de tránsito automáticas o de los agentes, nos estacionamos en lugares prohibidos o en doble fila; realizamos múltiples actividades inconvenientes al tiempo que manejamos, no utilizamos el cinturón de seguridad, agredimos o ignoramos a los peatones a los que consideramos un estorbo; nos consideramos siempre con derecho a ser los primeros, aunque ello signifique vulnerar los derechos de otros y entorpecer la circulación; irrespetamos los carriles de la vialidad, hacemos maniobras irresponsables como saltarnos separadores o usar la reversa en vías rápidas o congestionadas, agredimos verbalmente y hasta físicamente a quienes creemos culpables de ir en contra nuestra, y utilizamos el coche hasta para comprar el diario en la esquina de la casa. Cuando real o imaginariamente cometemos una falta, participamos de la corrupción de las policías, dándoles mordida.
Los conductores de autobuses y microbuses, muchas veces verdaderos principiantes en el manejo de sus vehículos y sin ninguna formación para su trabajo público, se asumen como dueños de la calle. Ocupan todos los carriles de la vialidad, embisten a los otros vehículos para ganar el camino, recogen y bajan a sus pasajeros en cualquier parte de las vías aunque con ello corran riesgo, conducen a velocidad excesiva y compiten por los pasajeros. Los taxistas, también carentes de calificación suficiente para su trabajo, manejan a exceso de velocidad, seleccionan al pasajero según su propio interés, violan las tarifas oficiales, y mantienen sus unidades en pésimas condiciones de funcionamiento y confort. Unos y otros, individualizados por la forma de operar, carecen de organización racional y eficiente de su actividad y entran en complicidad con la corrupción policial para evadir sus infracciones e imponer su ley al resto de los conductores.
Los peatones ignoramos las señales de semáforo, cruzamos la vía por cualquier sitio, queremos subir y bajar de los medios de transporte en cualquier sitio, abusamos de su capacidad cuando el conductor lo permite, caminamos por el arroyo y ponemos en peligro nuestra propia seguridad. Los ciclistas y motociclistas, sin usar el equipamiento mínimo de seguridad, abusan de la flexibilidad de sus medios. Así, la vialidad se ha convertido en una jungla donde opera la ley del más grande o el más vivo; el efecto es una vialidad insegura, saturada, donde la velocidad de desplazamiento es mínima, el consumo de combustible es exagerado y su uso ineficiente. Las consecuencias evidentes son la elevada contaminación atmosférica, la inseguridad personal, los accidentes continuos, el alargamiento del tiempo de desplazamiento y su incomodidad.
Educar a los peatones y conductores mediante la aplicación estricta pero informada de normas de interés colectivo sintetizadas en un buen reglamento de tránsito es, pues, una necesidad. Pero su aplicación debe basarse en ciertas condiciones mínimas: formar a los policías para que lo conozcan a fondo y lo apliquen adecuadamente, divulgar ampliamente las normas, hacer obligatorio su cabal aprendizaje en el sistema educativo y las escuelas de manejo, evaluar estrictamente su conocimiento en la expedición de licencias sobre todo para los conductores de transporte colectivo, y aplicarse inteligentemente a todos los niveles desterrando cualquier forma de corrupción. Que las infracciones, sujetas a la ley, se conviertan en un verdadero medio para la educación de los usuarios de la vialidad y los medios de transporte.
Es un primer paso en el largo y complejo proceso de mejoramiento del transporte público y privado, que tiene muchas otras materias pendientes: mejorar el funcionamiento y ampliar el número de unidades y la amplitud de las rutas del transporte colectivo público no contaminante y eficiente (Metro, tren ligero, trolebuses, grandes camiones); reemplazar rápidamente todos los microbuses por grandes camiones poco contaminantes; crear vialidades exclusivas para el transporte colectivo, compensar con transporte público la incapacidad de las empresas privadas para cumplir el compromiso de operación de las rutas de la extinta Ruta 100; rediseñar globalmente el trazado de las rutas según un plan de mediano y largo plazo; y organizar racionalmente en cooperativas reales y empresas a los transportistas individuales (micros, camiones y taxis).
La ciudadanía lo pide y el nuevo gobierno del Distrito Federal, a pesar de sus limitaciones, puede y debe iniciar una profunda reforma del transporte capitalino.