Ante 45 ataúdes, el sereno dolor de los tzotziles reclamó justicia
Hermann Bellinghausen, enviado, Acteal, Chis., 25 de diciembre Ť Poco a poco va subiendo el olor, rodeando con su cálida contundencia todo este inmenso y sólo en apariencia callado dolor de los tzotziles. No, no es la pestilencia de la muerte, aunque conforme avanza la mañana las 45 cajas se vayan poblando de moscas, miles de ellas, golosas.
Tampoco es el olor dulzón de esta tierra removida y pisoteada tanto en tan pocos días. Los sobrevivientes de la matanza de Acteal llevan su dolor y su rabia con una grandeza inmune a todo. ¿Ya qué más puede pasarles?
Mariano, en el vértice de la explanada que ocupan los ataúdes de todos sus muertos, preside junto con la demás autoridad tradicional del pueblo de Chenalhó la misa de cuerpo presente que oficia el obispo Samuel Ruiz García, en la que éste mismo clama ``Navidad más triste de nuestras vidas''.
Es Mariano el representante de Paz de Acteal. De los cientos de presentes, es el único que lleva sombrero ceremonial de listones. El conduce la ceremonia, es quien habla a los hombres y mujeres de Quextic y La Esperanza, cuyos familiares vinieron a morir aquí.
A la vez supervisa la excavación de las dos grandes fosas de 2 metros por 20 que en ese momento ocupa a decenas de hombres y muchachos que con picos y palas rompen la tierra. Mariano distribuye crisantemos blancos a las mujeres y les pide ponerlos sobre las cajas de los suyos. El mismo va y pone uno sobre el ataúd de su mujer, y otros dos sobre los de sus hijas. Sobre cada uno se inclina y deposita un beso.
Es también uno de los hombres más respetados de Chenalhó. Su cargo anterior, hasta hace pocos meses, fue de pashión, la máxima autoridad espiritual. Durante un año sobre sus hombros descansó el peso del universo (según explicaba Arturo Lomelí al enviado).
En el vértice del campo de cajas, Mariano habla con claridad. También llora. Sólo quedaron él y su hijo de 12 años. Lo rodean los demás principales, mientras transcurre la misa que concelebran Ruiz García y varios sacerdotes de la diócesis de San Cristóbal de las Casas.
Crisantemos y artículos constitucionales
Han hablado varias hombres, como acostumbran hacerlo cuando están en asamblea. Uno dice al obispo: ``Voy a morir también, pero quiero la justicia, que sean castigados los culpables, los priístas, principalmente. No me importan las diferencias de organización ni partido político''.
E invoca la Constitución, en misa:
``Hay el artículo 24, que va a respetar los partidos y las religiones. ¿Dónde está el artículo 24, señor gobernador? Para él sí tiene. Para nosotros, nada''.
También los principales reparten crisantemos a las mujeres. Un catequista, señalando hacia las cajas, dice en la ceremonia: ``Ellos, nuestros padres y madres, harán que se cumpla el sueño de la justicia. Su sangre regará nuestro suelo, nuestra milpa, nuestra casa, para que la paz amanezca y brille la justicia''.
Es creyente de la intercesión de los ancestros ante las potencias superiores. Así, comenta de los caídos: ``Ellos y ellas harán que la palabra hable''.
Con sobriedad admirable, los y las sobrevivientes escuchaban al tatic hablar del perdón, en el mismo sitio donde cayeron sus familiares.
Samuel Ruiz García ha estado con ellos desde temprano. Antes de la misa permaneció sentado frente a los indígenas reunidos sobre la explanada, en las laderas, cavando las fosas. Durante horas, solo y en silencio, miró ese campo sembrado de cadáveres.
Seguramente sintió, como todos los presentes, la sobrecogedora paz, más allá de las lágrimas, que irradiaban los y las indígenas de Las Abejas de Chenalhó.
Desenlace de la ignominia
Pocos metros arriba de esta explanada corre la carretera por la que llegaron la mañana del lunes los asesinos. Por la que hoy temprano transitaban 15 implicados, en un vehículo oficial, se presume que protegidos por la policía municipal del ayuntamiento constitucional de Chenalhó, que viajaba en otro vehículo.
Dio la casualidad y entonces los presuntos miembros del grupo paramilitar que ejecutó el crimen fueron reconocidos por la procesión que traía los 45 cuerpos desde el vecino pueblo de Polhó, donde fueron entregados anoche, por las autoridades de Tuxtla y la Federación, a los mandos del municipio autónomo de San Pedro Chenalhó.
Como con los dolientes venían la Judicial Federal y la CNDH, se aprehendió de inmediato a los sospechosos, no lejos del flamante campamento del Ejército Mexicano, instalado por ahora en la escuela primaria de Acteal.
Más tarde, durante la misa, bajó de la carretera, atravesó la explanada llena de indígenas y camino hasta la ermita, a 50 metros del lugar, un hombre de traje. Tal vez el único de los centenares de presentes que llevaba saco y pantalón de vestir. Dejaba que se viera una ostensible pistola de escuadra metida en la cintura.
Minutos después apareció Gustavo Moscoso Zenteno, magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Chiapas y representante del gobierno ruizferrista en las negociaciones de paz y reconciliación en Chenalhó que culminaron en matanza.
Buscaba a Mireille Roccatti, titular de la CNDH, pero la funcionaria ya se había retirado. Como quiera, permaneció un rato en el entierro. El encarnaba aquí al gobierno estatal. No estuvo mal que presenciara, aunque sólo fuera por unos minutos, la terrible ceremonia. No estuvo mal que, también a él, lo envolviera ese olor.
A pocos pasos, bajo los maltrechos cobertizos del campamento en ruinas y a partir de hoy cementerio, las mujeres cuidan en la sombra y amamantan a sus hijos. Uno de ellos vomita bilis, dolorosamente. Una bebita llora. Varios niños, circunspectos y todo, medio juegan.
Pasa entonces el hijo de Mariano, cargando en la frente una red. Heredó el porte de su padre. Parece un príncipe sin tierra. Sonríe tristemente y se pierde entre los hombres que esperan su turno para cavar las fosas (``no fosa común, sino comunitaria'', según Carlos Monsiváis, testigo también del desenlace de la ignominia).
La presencia gubernamental
Y entonces, el brutal trámite burocrático: identificar los cadáveres. Por increíble que parezca, las autoridades del gobierno chiapaneco no efectuaron nunca ese trámite, en lo que varios observadores consideran otra maniobra de ocultamiento. Otra más. Ahora es competencia federal.
Un agente, uno solo, de la Policía Judicial Federal, escucha, abrumado, decenas de denuncias. Escucha la historia de X'Cumumal, comunidad rodeada por los paramilitares y la policía, donde están a punto de morir de hambre más de 3 mil desplazados.
Suda cuando escucha la historia de las mujeres secuestradas en Pechekil, obligadas por los priístas a realizar trabajos forzados, como colecta de café, bajo amenaza de muerte.
Los operarios de la CNDH hacen abrir, uno por uno, los 45 ataúdes, al ser trasladados hacia las fosas, después del mediodía. Los familiares de los muertos se ven enfrentados al momento de reconocer a sus gentes en esos cuerpos destrozados. Por descomposición o por efectos de la violencia, algunos están irreconocibles.
El olor se subleva. Las moscas se incrementan. Así, una caja que dice ``adulto femenino'' o ``niño masculino'' recupera por última vez su nombre.
Enmedio del llanto o el silencio, las mujeres meten en los ataúdes zapatos, cobijas, huipiles, a su gente, desnuda como se la llevaron anteayer las autoridades estatales, envueltos los cuerpos ahora en bolsas de plástico. A una mujer, su hermana le coloca encima cinco huipiles nuevos, un rebozo, un cinturón, todos ellos bordados y nunca estrenados por la difunta.
Mariano y los demás principales organizan el traslado hasta las fosas de las cajas. Algunos miembros de la caravana Para Todos Todo auxilian a los hombres que cargan. No hay agobio ni prisa. Jóvenes capitalinos, mujeres de ciudad que, como todos los demás, no acaban de entender qué está sucediendo.
Todo el peso del universo
Todavía faltan siete personas perdidas en la masacre. Según algunos, son ocho. Se teme que estén muertos y desaparecidos. Para ``castigar'' lo más posible, quizás, el monto total de víctimas. Al menos, esa parecía una preocupación de los funcionarios estatales que limpiaron aquí de cadáveres y evidencias la madrugada del martes 23, y tuvieron que aceptar, inevitablemente, las cifras dadas por la Cruz Roja, Y quedó en 45, por ahora.
La expresión ``aquí quedó'', tan frecuente en estas tierras, para dar a entender el lugar de una muerte, aquí se cumple por dos. Aquí quedaron las víctimas, aquí sacrificadas. Esa es la penitencia que imponen los desplazados a esta tierra cruel.
Aquí dejan sembrada, según sus tradiciones, la memoria. La nueva, la mayor cicatriz que ha tenido nuestro país en su casa, queda en Acteal. Y estas personas, igual que Mariano, llevan sobre sus hombros todo el peso del universo. Fuera de eso, despojados entre los despojados, estos campesinos nada tienen.