Cada día que pasa aumentan los peligros para la independencia de Cuba, país que fue orgullo y esperanza de todos y que todavía sigue siendo un punto común de resistencia de los latinoamericanos en la lucha en defensa de la soberanía. Los cañones que acechan a la isla no son tanto los del extranjero ni los de los divididos y desmoralizados cruzados de Miami; la revo- lución cubana está amenazada sobre todo, en cambio, por el fuego invisible de los capitales, modos de vida, mercados libres, valores, que la asimilan velozmente al resto del mundo capitalista. La visita del Papa, aunque ayude a romper el bloqueo, no sólo reforzará dichos valores sino que además aglutinará, organizativa e ideológicamente, una oposición política legal y pacífica capaz de conducir una transición hacia el pasado, precisamente porque la Iglesia católica extrae hoy su fuerza del mercado mundial, de la corriente cultural mayoritaria de ingreso en el capitalismo aunque con ciertas reglas, incluso del fomento por el propio gobierno cubano de esta tendencia y estos valores, y de la corrupción y desmoralización de buena parte del aparato gubernamental y político.
Todos los que, aún mayoritarios, rechazan la idea de convertir a Cuba en otro Puerto Rico y se niegan a seguir la línea aventurera y sangrienta de los revanchistas de Miami están, sin embargo, pensando en una transición urgente. Unos, por supuesto, lo hacen esperando una rápida autorreforma del régimen y del propio Fidel Castro, pero el desgaste de sus ilusiones es rápido; otros buscan, en cambio, soluciones políticas pacíficas mediante la construcción de un puente entre una oposición reformista y los tecnócratas y burócratas que, por realismo cínico o corrupción, buscan mantener el poder cambiando el signo del régimen. Pero la mayoría de quienes quieren defender la independencia del país, su dignidad y algunas de las adquisiciones de la revolución en este cuarto y decisivo decenio de la misma, buscan confusamente otra opción y se niegan a tener que elegir entre la sumisión a la arbitrariedad y el congelamiento representado por el caudillismo castrista o la sumisión a la arbitrariedad, la desigualdad y la violencia del mercado capitalista. ¿Cuál puede ser esa vía que, teniendo en cuenta el mercado y la integración de Cuba en la economía mundial, pueda defender lo que queda de la revolución? Sólo la más amplia democracia, el desmantelamiento del monopolio de la vida política por el partido único y de las decisiones y vida del mismo por la gente que hizo la revolución, pero no supo rehacerla todos los días y le provocó y provoca graves daños, podrá permitir salir de este callejón aparentemente sin salida. Sólo una libre discusión, con vistas a una Asamblea Constituyente, que permita al pueblo decidir directamente cuál régimen quiere y qué tipo de funcionamiento estatal acepta, podría vivificar las ener- gías latentes de una población creadora, inteligente, sufrida, generosa, capaz de grandes impulsos que hoy el centralismo paternalista ahogan. Una absoluta claridad y transparencia sobre la situación real y los costos reales del aparato estatal, discriminando entre el sector indispensable para la salud, la educación, la vivienda, el transporte y el sector parasitario, podría permitir una amplia discusión nacional que restaurase la moral popular, movilizando nuevas energías. Sólo una autogestión basada en la planificación por la gente misma de sus necesidades y prioridades (y no sólo la discusión en asamblea de los proyectos que se proponen desde arriba) podría permitir utilizar mejor los escasos recursos, soldar el frente interno que se desmorona ante los impactos de la crisis y del desprestigio de quienes se diferencian cada vez más de la población. Los jóvenes, que no hicieron la revolución, tienden a caer en el cinismo, sobre todo si no pueden aportar a la construcción de un presente mejor con vistas a un futuro digno. Sólo la democracia (la autorganización, la autogestión social generalizada), puede combatir los peligros inevitables que derivan de la burocratización. No hay soluciones tecnocráticas que puedan reemplazar la profundización social de una revolución que se niega a morir, aunque más no fuere porque el enemigo, con su bloqueo inicuo, identifica la independencia con el régimen burocrático. Los acuerdos diplomáticos y económicos dan un poco de oxígeno, al igual que el viaje del papa Juan Pablo II, pero crean a la vez nuevos peligros. Para enfrentarlos, Cuba debe entrar sin demoras en la hora del pueblo.