La Jornada domingo 28 de diciembre de 1997

Ana Esther Ceceña
Una hipótesis sobre San Andrés

Los Acuerdos de San Andrés, firmados el 16 de febrero de 1996, constituyen, simultáneamente, un triunfo por la paz con el que se demostraba la pertinencia del diálogo y de la apertura de senderos democráticos de negociación política, y una vía para que el gobierno recuperara legitimidad ante la opinión pública. Con ellos se ensalzaba su sensibilidad y disposición para alcanzar, mediante el diálogo, lo que otros lograban lastimosamente con años de guerra.

Esto refirmaba el lugar estratégico de México en las nuevas relaciones entre América del norte y el cono sur del continente o entre los países de la OCDE y Latinoamérica. La deteriorada situación económica interna disminuía su explosividad al encontrar válvulas de escape. Incluso, el cumplimiento de los Acuerdos representaba la posposición de la guerra, tal y como la sociedad mexicana lo estaba demandando y, supuestamente, la vuelta a ese clima de estabilidad exigido por los inversionistas extranjeros, pieza central del modelo económico impulsado por el régimen en el último decenio.

Los Acuerdos sentaban un precedente en la historia de la región. Producto de la confluencia de la mayor parte de los actores sociales de la nación, significan un compromiso colectivo por la unidad nacional. Su incumplimiento, en cambio, ha levantado un clamor internacional en torno al justo reclamo de los pueblos indios y un fuerte cuestionamiento de la entereza y legitimidad del gobierno de México, que aparentemente quedaría resuelto con la aprobación de la llamada Ley Cocopa. ¿Por qué, entonces, no se cierra ese capítulo de la negociación? ¿Por qué se busca continuar la guerra? ¿Quién la necesita? ¿A quién ponen en riesgo los Acuerdos y su propuesta de autonomía?

Hipótesis 1: El proyecto económico impulsado por el gobierno mexicano responde al reordenamiento regional y mundial de la hegemonía estadunidense. Ya sea por convicción o por las presiones ejercidas por el Estado norteamericano y por las grandes trasnacionales que representa, el territorio nacional se ha puesto a disposición de una reorganización productiva en la que los proyectos de autonomía de las comunidades indígenas del sureste y las autonomías de facto constituyen un freno. La renovada conciencia indígena sobre su pertenencia a la nación, y su capacidad para ejercer sus derechos ciudadanos, significan una determinación por participar en las decisiones nacionales, entre las que se cuenta el manejo, cuidado y utilización de los recursos naturales. Y esto es un ingrediente para el que las estructuras políticas mexicanas no estaban preparadas.

El Tratado de Libre Comercio con América del Norte encuentra su principal espacio de resistencia en las comunidades indígenas y las convierte en el enemigo a vencer: o aceptan su fragmentación, su autodestrucción y su sometimiento al trabajo en las fincas o en los campos petroleros sin mayor pretensión que mantener su subsistencia, o, cuando resisten este embate y reclaman sus derechos (como el de regir su vida interna de acuerdo con sus tradiciones culturales), son considerados irreductibles y se hace necesaria su eliminación.

Algunas evidencias indican la pertinencia de esta hipótesis, sin ser, por supuesto suficientes. Aquí las presentamos sólo como objeto de reflexión. Durante este tiempo parece haberse jugado al desgaste del movimiento zapatista mediante una estrategia que combina vaivenes políticos con un implacable avance de las fuerzas militares, policiacas y paramilitares en la creación de un cerco informativo, alimenticio y sanitario que, en algunas ocasiones, provoca la muerte directa pero en las más pone en condiciones de que ésta ocurra (no hay mayor violencia, dice Hanna Arendt, que quitarle a alguien la posibilidad de subsistir).

Al mismo tiempo que avanza la guerra en Chiapas, se echa a andar uno de los proyectos económicos más ambiciosos, que involucra intereses y dimensiones planetarias, además de un saqueo sistemático, organizado y legalizado de recursos naturales estratégicos de esa región. La desmovilización que la guerra está tratando de imponer a las comunidades de tal zona aparece, en este escenario, como campo propiciatorio para desarrollar el Megaproyecto del Istmo de Tehuantepec y los proyectos de aprovechamiento productivo y rentable de las selvas y bosques chiapanecos. ¿Pensará el gobierno lograr la pacificación, que no la paz, con operaciones comando para eliminar los obstáculos al desarrollo? ¿Son necesarias, en este escenario, masacres como la de Acteal?