MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Los hombres de azul
Allá lejos el tiempo no se mide en calendarios ni relojes. Puede precisarse en las tonalidades de la luz, en la secuencia de las estaciones, en la fuerza del viento, en la niebla que avanza silenciosa, en el retorno de la lluvia que vuelve intransitables los caminos, en el estertor de la hojarasca, en la rama desnuda, en el brote, en el vientre combado de la mujer encinta, en la compleja trama de un tejido, en la frecuencia del dolor y la tos, en los dientes que se desgranan de la encía, en la memoria que lucha desde siempre contra las desmemorias ancestrales.
Eran las 11 del 22 de diciembre. Bajo la luz de la mañana los desplazados que llegaron a refugiarse en Acteal estaban en la iglesia improvisada, rezando -¿cómo se dice el Yo pecador en tzotzil?-, implorando -¿cómo se pide misericordia en tzotzil?-; quizá también estaban prometiendo mayores sacrificios a cambio del milagro que espera
el desplazado: volver a su tierra,
el agricultor: levantar buenas cosechas,
la embarazada: fuerza a la hora del
parto,
el niño: un dulce, una carga de leña menos gravosa, un pedazo
de infancia,
el anciano: vivir para ver que al fin las cosas cambien,
todos: que ya no nos persigan, que nos dejen en paz, que nos
permitan decir a voz en cuello yo pienso, yo quiero, yo creo, yo
sueño, yo soy de aquí y ésta es mi tierra y aquí quiero vivir hasta la
muerte.
De rodillas, con la cabeza inclinada y las manos unidas sobre el pecho, los tzotziles esperaban el indicio del milagro, la luz de la esperanza que los guiara hacia el nuevo año que estaba allí, a la vuelta de nueve auroras que en un instante fueron y serán noche eterna para 21 mujeres, nueve hombres, catorce niños, un bebé de dos meses asesinado en brazos de su madre. ¿Cómo se dice rabia y desconcierto en tzotzil?
A las 11 y minutos los implorantes oyeron un estruendo brutal que los sacó de su meditación. Abrieron los ojos, giraron la cabeza y descubrieron a los hombres de azul, encapuchados, que a toda prisa, repitiendo de memoria órdenes recibidas, disparaban contra ellos sin darles tiempo a decir nada, ni siquiera una mínima pregunta: ¿por qué?
Catarina Vázquez: ``Estábamos orando, pues, cuando llegaron los priístas y empezaron a tirar bala. Entonces, asustados, corrimos; pero muchos quedaron tirados, muertos. Mi mamá y mis hermanos, que eran diez, allí quedaron, pues: muertos''.
Nadie, ni siquiera los sobrevivientes, podrá precisar el instante en que los tzotziles -en desorden, golpeándose unos contra otros a causa de la precipitación y de la angustia- abandonaron la iglesia improvisada y escucharon sus propios gritos y nuevos disparos, y enseguida el tamborileo de sus pies al ritmo de la huida que siguió por las márgenes de un río, tomó hacia la maleza y fue a dar hasta las cuevas donde siguieron escuchándose ráfagas de AK 47, reiterados lamentos y el eco de los cuerpos al caer, y al final preguntas sin más respuesta que el silencio. Un silencio pesado que allá lejos es la suma de todos los lamentos.
Elena: ``Llegamos hasta las cuevas para escondernos, pero hasta allá nos persiguieron y allí mismo nos dispararon. En un momento murieron muchos, porque los hombres de azul a todos querían matar. Allí quedaron de una vez pobres mujeres y niños, como Juana Pérez Pérez y su hijo Carlos. Cuando la madre oyó los disparos agarró a su muchachito -estaba cumpliendo los dos años- y con el rebozo se lo amarró a la espalda. Corrió para llegar a un lugar seguro, pero los hombres de azul no se lo permitieron. Le dispararon por la espalda y le metieron muchos balazos; otros alcanzaron a su hijo. Cuando todo pasó y fuimos a ver quiénes quedaban, encontramos a Juana bocabajo con Carlos atado a su espalda, como siempre. Allí murieron los dos, allí se terminaron sus vidas. Ay, qué dolor tan grande''.
Nadie, ni siquiera los sobrevivientes, podrá decir en qué momento preciso dejaron de escucharse las descargas, ni por dónde se fueron los hombres de azul -tan silenciosos y siempre tan de prisa para sembrar la muerte- ni cuándo empezó el recuento y se hizo el inventario del dolor. En medio del asombro, del silencio, de la certeza horrible, se escucharon los llantos de los niños que habían ido a rezar por la paz, por un pedazo de infancia, y sólo encontraron su orfandad.
Una enfermera: ``Juana Luna tiene ocho años. El 22 de diciembre vio morir, asesinada, a toda su familia, excepto a su hermana Cándida. Apenas tiene cuatro años y está en el hospital, con el rostro deshecho por las balas''.
Juan: ``Eramos 11 de familia y todos estábamos rezando cuando oímos los tronidos de las balas. Nos asustamos y corrimos a escondernos junto a un hoyo, pero de nada sirvió porque allí siguieron disparándonos. Cuando los hombres de azul se fueron vi que mis padres y mis hermanitos estaban muertos. Ahora sólo me quedan Manuel, Guadalupe y el recuerdo de lo que sucedió la otra mañana''.
En el galerón convertido en iglesia quedan restos de la fe acribillada. Afuera, huida de pájaros, árboles truncos, olor a pólvora, huellas, manchas de sangre, botas de hule, huaraches, un sombrero, el morralito enjuto de miseria. Dan ganas de llorar al descubrir, desgarrada y hundida en el lodo, la camisa que una mujer bordó con hilo rojo y negro a lo largo de tres años. Sólo la tierra puede abrigar tanto dolor, tanta desolación.
Muy cerca de la iglesia improvisada, que fue trampa mortal, sobre el espacio donde aún quedan las huellas de la persecución y de la huida, veinte hombres armados con sus herramientas de trabajo -pico, pala, azadón- abren dos tumbas de veinticinco metros cada una para depositar los ataúdes azules, rosas; también los féretros blancos donde reposan los niños que fueron a la iglesia para pedir un poco más de infancia y encontraron la muerte.
A la luz de las velas, entre gemidos y flores, termina la ceremonia. En la memoria de los dolientes ya está grabada la sombra de la ausencia; sobre la tierra se ven dos surcos largos: son dos heridas que aún duelen y sangran. ¿Cómo se dice en tzotzil hasta cuándo?