La Jornada Semanal, 28 de diciembre de 1997
Hace un par de años, el escritor venezolano Edmundo Bracho entrevistó a Czselaw Milosz (1911), quien, al igual que Nabokov, hizo del exilio una movediza patria literaria (en 1960 dejó Polonia para radicar en Estados Unidos). Su primer poemario, Sobre el tiempo congelado, y La mente cautiva, su ensayo sobre los intelectuales en el socialismo, anunciaban una obra excepcional. En 1980 recibió el Premio Nobel de Literatura y dos años después publicó su décimo volumen de poesía: Himno a la perla.
Disparar sobre palabras
En las páginas de Un año del cazador pareciera que el tema de la caza fuera un pretexto para encarar obsesiones personales...
Mi padre era cazador. Yo también lo fui cuando joven. Llegué a ser un buen taxidermista. Por supuesto, luego me avergoncé de haber cazado. En la escuela secundaria descubrí la crueldad que existe en la naturaleza, los postulados de Darwin, la idea de la selección natural. Entonces mi visión de la naturaleza cambió tremendamente. En el fondo, lo que siempre me ha fascinado son los nombres de las especies, el dar nombre a los animales. Mi gran héroe era Lino, el personaje de la mitología clásica que dio nombre a las especies. La afición por observar la naturaleza sigue conmigo. Es el único aspecto de la caza que conservo. Mi presa ahora son las palabras que hay en la naturaleza.
¿Alguna afinidad con la ``caza infinita'' de la que hablara William Blake?
Sí. Creo que la vida después de la muerte, como decía Blake, debe ser una caza infinita. El poeta debe tratar de abarcar toda la realidad posible. Walt Whitman ha tenido una gran influencia en mi obra por su gran esmero en atrapar todos los aspectos de la realidad. Por eso hay que perdonarle esos ocasionales ríos de palabras, sus larguísimas enumeraciones. Era un guardián de la realidad.
Profeta del desastre
En 1931 fundó, junto con otros artistas, el grupo literario Zagary, que practicaba lo que llegó a llamarse ``catastrofismo''. ¿Tenían alguna estética manifiesta?
Esos años fueron terribles para Europa. Las calamidades tenían que reflejarse en buena parte de lo que se escribía. La literatura de la República de Weimer era particularmente nihilista, escéptica y sarcástica. La rusa, antes de que se introdujera el realismo social, era igualmente pesimista y cruda. Esos dos núcleos culturales eran los más cercanos a Polonia: el impacto no se hizo esperar. Mi interrogante durante esos años (1931-33) era hasta qué punto esas visiones catastróficas de la historia eran el resultado de una inclinación personal hacia el espíritu escéptico y pesimista, y en qué medida tal pesimismo reflejaba el aura general del periodo histórico. Sentía que yo estaba en conflicto con mi entorno, con esa actitud que Flaubert llamó ``el odio a la clase burguesa''. Pero el término ``catastrofistas'' lo establecieron los críticos después. Algunos poemas eran como profecías surrealistas de lo que ocurriría en la segunda guerra mundial. La nuestra se convirtió en una poesía del presagio.
Poco después, se involucra en la resistencia polaca durante la ocupación nazi. Su poesía evidenciaba entonces un matiz testimonial, como en Campo de Fiori...
Alrededor de 1942 me di cuenta que debía escribir poesía más sensibilizada con la terrible realidad que estábamos viviendo. Campo de Fiori fue escrito desde la perspectiva de un judío del Nuevo Testamento, de un testigo. La realidad de ese testigo era la destrucción del gueto de Varsovia. No existe un testigo pasivo, igual que no hay un mirón inocente. Pero la poesía es una forma incompleta de solidaridad con el sufrimiento humano. Así que poemas como ``El mundo'' y ``Voces de la gente pobre'' (1945), nacen no de una creencia en que la poesía iba a salvar a alguien o algo, sino de pura indignación ante el sufrimiento causado por la guerra. Son poemas de un aire naif, con el ánimo de retratar al mundo no como era, sino como debería ser.
Buena parte del discuso que diera al recibir el Premio Nobel tiene que ver con esa preocupación ante la literatura como fuerza redentora. Usted mismo vivió la invasión nazi, la entrada de tanques de guerra soviéticos al pueblo donde creció, y escribió...
Escribir me parecía menos inhumano que el silencio. Un libro como La mente cautiva es el resultado de haberme visto en la necesidad de transcribir las voces de los esclavos silenciados. El arte no es nada cuando se le compara a la acción. Pero entonces, si como poeta se pretende captar la realidad lo más totalmente posible, en toda su condición dialéctica, uno debe distanciarse y acercarse a la vez. Es algo muy complejo, pero esa realidad debe verse desde arriba. Sucede que para ello es necesario cierto distanciamiento y eso también puede verse y sentirse como una traición moral. Es una gran paradoja.
El peso de la contradicción
¿En qué sentido han influenciado su obra la literatura teológica francesa y los escritos de Simone Weil?
Gracias a Simone Weil descubrí la función de la contradicción, que ella denominó ``el camino a la trascendencia''. Yo estaba lleno de contradicciones, así que el descubrir su obra fue una forma de legitimar mi condición, de liberarme de ese peso. Albert Camus también estuvo bajo la influencia de Weil.
¿Y a partir de esa premisa hegeliana de la contradicción su poesía adquiere una orientación más filosófica?
Sí, muy a mi pesar. La cuestión filosófica resulta un elemento muy nocivo para la poesía. Hegel impone la creencia en la necesidad histórica, y eso es algo de lo cual he tratado de liberarme. Creo que lo he logrado gradualmente, pero en mi poesía ha tomado más tiempo. Nunca he pertenecido a un ``club'' o a una corriente filosóficos, pero si admito que adopté al ``gurú'' hegeliano por mucho tiempo. Una de las maneras que busqué para liberame de esa influencia fue escribir la novela El valle Issa (1955). No tiene ningún contenido político, es una novela sobre mi infancia, el paisaje de Lituania, las visitas de fantasmas. Es el producto de las memorias y también de reflexiones filosóficas en torno a la naturaleza y la crueldad.
La sinfonía del yo
Su poesía parece a veces el producto de esas voces fantasmales, como si usted fuera un instrumento polifónico...
--Es cierto. La poesía nos recuerda constantemente lo difícil que es permanecer siempre como la misma persona. A mi poesía la han llamado polifónica. He estado siempre lleno de voces y me considero un instrumento, un medium. Siempre me visitan voces. ¡No hay nada sobrenatural en eso! A veces me pregunto si ese aspecto es una cualidad de mi persona o es más bien el resultado de la época en que vivimos. La polifonía es algo evidente en las obras de Nietzsche y Dostoievski. Son los primeros escritores en aceptar la existencia de una crisis para definir nuestra civilización: todos estamos habitados por voces diversas, por tesis contradictorias.
En una oportunidad usted dijo que Dostoievski es un novelista ``nato'', puesto que estaba dispuesto a sacrificar todo por la novela. ¿Existe una situación análoga con la poesía?
La literatura parece nacer de una necesidad de ser honesto, de no esconder nada, de no presentarse a sí mismo como otro. Cuando se escribe no se pueden perder de vista ciertas normas formales, que imponen algunas restricciones para poder decirlo todo. Uno siempre dice que en el próximo libro se desenmascarará definitivamente, pero eso nunca sucede. Creo que esa idea viene de la mente disectiva y empirista que domina el actual panorama literario. Y creo que, en el caso de la poesía, esto es un error. Para escribir poesía, en vez de disecar el mundo hay que contemplarlo. De otro modo se establece un distanciamiento ante el objeto poético. Schopenhauer lo decía así: la contemplación es el arte más elevado. La técnica del haikú japonés nos dice que para escribir sobre un pino, el pino tiene que enseñarnos todo sobre su naturaleza.