La Jornada Semanal, 28 de diciembre de 1997
La literatura registra algunos insomnes memorables (baste pensar en Borges o en Nabokov). El autor de Mañana en la batalla piensa en mí, novela en la que intervienen las reflexiones de la alta noche, comparte con sus nutridos lectores el tema clásico de la punitiva noche en blanco.
En España hay que llevar cuidado con lo que uno cuenta de sí mismo, y más aún si lo hace públicamente, porque los obtusos y los retorcidos son legión, y a veces son ambas cosas, esto es, retorcidos y obtusos. Así que si uno comenta, como yo voy a hacer, que padece unos días de insomnio, debe estar preparado para que algún obtuso retorcido deduzca que le remuerde tanto la conciencia como para privarlo del sueño, aunque según estadísticas varias sean millones los ciudadanos del mundo occidental con dificultad para conciliarlo. Buena prueba de ello es aquí el éxito inconmensurable de los programas de madrugada.
Que sea lo que Dios quiera: llevo unas cuantas noches sin pegar ojo hasta las tantas, y desde luego no por la conciencia, que tengo muy adiestrada. Es decir, si alguna vez albergo dudas sobre lo proporcionado o justo de mi proceder, rectifico el proceder al instante o pido disculpas, sin por ello sentir mi hombría menoscabada, a diferencia de lo que ocurre a la mayoría de los españoles (si son hombres; si son mujeres parecen sentir menoscabada su razón, tan absurdo lo uno como lo otro).
Y he de confesarles que pese a conocer el fenómeno ocasionalmente, no debo de ser muy ducho en combatirlo. Dicen los más curtidos que lo mejor es quedarse quieto para atraer al sueño con el aburrimiento, y que lo peor es ``perder la postura'' y dedicarse a algún quehacer o placer, porque si se pone uno a bailar, por ejemplo, difícilmente se dormirá mientras baila. Y como el insomnio poco tiene que ver con el cansancio, ni siquiera le será seguro caer rendido después de la frenética danza. Así que al no soportar el aburrimiento, más bien me he devanado los sesos pensando qué hacer para aprovechar el tiempo con alguna actividad factible: quiero decir que para ponerme a escribir tampoco estaba, y someter un libro a la prueba del somnífero me ha parecido siempre atacar ese libro con demasiada mala idea. Una noche pensé que podía afeitarme, y una cosa menos que hacer durante la jornada. Pero claro, pensé también como un zombie, si me afeito ahora y luego logró dormir cinco o seis horas, la barba volverá a crecerme durante el sueño y poco habré adelantado, me pasaré el día con la incómoda sensación de una semibarba o un medio afeitado, y con la duda de si me tocará repasármela antes de salir a cenar o si podré tirar con el apaño nocturno; y la cosa quedó descartada. Se me ocurrió contestar algunas cartas de las docenas que aún ni he leído (demasiadas de ustedes, y me disculpo: cuando se está escribiendo una novela no está uno para casi nada más, y el tiempo se le reduce brutalmente); pero juzgué arriesgado poder trasladar a mis corresponsales el mal humor en aumento de la noche tantálica. Si supiera cocinar, pensé, podría ir adelantando un plato o dos para meterlos luego en el congelador, como creo que hacen algunas amas de casa con vástagos; pero no le vi sentido, dado que no tengo crías de ninguna raza a las que alimentar --sé que son como boas--, y sobre todo no paso de hacer una tortilla o freír unas patatas, y no vi la utilidad de hacer repentino acopio de tortillas heladas. Puse la televisión y la radio (todo a la vez), pero ahí sí que tuve la sensación de perder el tiempo, y encima me deprimí a los pocos minutos. Llamé entonces a un teléfono erótico anunciado en la pantalla para probar qué tal eran, pero todo me resultó muy cutre, pueril y aun ridículo; colgué cuando la mujer de la grabación confesó, muy ufana y en la ilusa idea de ir a obnubilar al cliente, que llevaba un sostén de color carne, el color más disuasorio, desde mi punto de vista, para la ropa interior si se pretende excitante: se me apareció en seguida la imagen de un escaparate de tienda vieja, con sostenes de tallas enormes, o bien de estilo ortopédico (un asco). Puse música, pero no me gusta oírla a bajo volumen, y no me iba a servir de consuelo infligir a otros mi insomnio. Consulté atlas y diccionarios, que siempre son instructivos, pero cada palabra o mapa me llevaba a otros y empecé a despejarme en exceso para mis propósitos.
Por fin me vestí y me eché a la calle, que estaba muy animada. Los de la manga riega se chillaban y jugaban a la rana; la policía y las ambulancias hacían concursos de sirenas; grupos de jóvenes estrellaban litronas contra el suelo y lanzaban alaridos inarticulados; muchos coches practicaban duelos de radios, a ver quién llevaba el volumen más alto; los motoristas comparaban las tracas de sus tubos de escape amañados; algunos obreros seguían las instrucciones del alcalde de aterrorizar a la población durmiente; y algunos turistas noctámbulos impartían clases de idiomas a voces: ``Oh my God!'', gritaban borrachos. Me pareció todo muy distraído y de gran provecho.