La Jornada Semanal, 28 de diciembre de 1997



LA ULTIMA TORONJA DE LA TEMPORADA


David Miklos


Iniciamos este recorrido por las nuevas voces del cuento con David Miklos, nacido en Texas, en 1970, de familia mexicana. Miklos ha publicado en la revista Viceversa y actualmente prepara una antología de nueva narrativa mexicana.



a (y todas las preposiciones que le siguen) Blanca

Lisboa era un sueño y se llamaba Isabel. Isabel a secas, sin apellidos; desconocía sus calles, su rostro se reducía a un lunar sobre la nariz, quizás otro sobre la palma de la mano, pero de eso no estaba tan seguro.

Pessoa, Pereira, Saramago, Andrade: ``No'', pensó, la respuesta no se encontraba en sus libros, que le ofrecieron un guiño despiadado desde el estante dedicado a Portugal, no más de una docena de títulos, últimamente le costaba mucho trabajo leer, las palabras lo vencían.

Se despegó de la cama seducido por la idea del desayuno, pero el sueño se incrustó en su piel entera, más aferrado aún que las lagañas que le obstruían la mirada, apenas podía moverse.

--Isabel --dijo, la primera palabra del día.

Se mordió el labio inferior y dejó la recámara como quien camina en la oscuridad de una ciudad desconocida, despaciosamente, siempre alerta, el corazón oprimido.

En la cocina, el refrigerador murmuraba una tonada sosa, se diría inquieta. Abrió sus puertas: al interior, un vacío blanco, salvo por una toronja amarilla y con rastros rosas en cada polo.

La tomó y la hizo girar en el aire, como un pequeño planeta animado por su demiurgo.

``El mundo es uno, uno es el mundo'', pensó y la toronja regresó a su mano, la capturó en la jaula de sus dedos inquietos.

Bajo sus yemas, contra la palma, el fruto se le antojó el seno de una desconocida, mejor aún, el seno desconocido de una conocida: el seno preciso.

Acercó la toronja a su nariz, la frotó contra su mejilla sin rasurar, el aroma amargo desvanecido, comprimido por el frío.

La depositó sobre una tabla de madera perfumada de ajo; cogió un cuchillo de pan, hizo una pequeña incisión sobre el ecuador del fruto, apenas rasgó la cáscara, no se adentró en la carne, no todavía.

Entonces sintió una punzada en el estómago, el recuerdo del alcohol consumido a lo largo de la noche, sus sienes vibraron un instante, otro, el aguardiente aún adulteraba su sangre.

Dejó un momento la toronja herida, salió a la estancia y encendió el aparato de sonido, colocó la aguja sobre el acetato, un quejido abandonó las bocinas, Elis Regina cantó:

--É pau, é pedra, é o fim do caminho... --dulcemente, Tom Jobim al piano.

Las aguas de marzo fluyeron y el bossanova sanó su dolor de cabeza, al menos hizo que se le olvidara.

``La felicidad de la tristeza'', pensó, ``la parte alegre de la melancolía'', que los portugueses se quedaran con su saudade, Lisboa era un sueño y se llamaba Isabel.

Un lunar sobre la nariz, todo su rostro, el recuerdo de una mota sobre la palma de la mano, tal vez otro lunar.

Isabel sin apellidos.

Ni siquiera Pessoa. Compartían el mismo nombre: Fernando.

Eso aún no lo olvidaba.

En la cocina, la toronja aguardaba a ser sacrificada.

No titubeó.

La tomó con decisión.

Y la rebanó en dos, separó sus gajos casi rojos, se la comió con una cuchara, la punta dentada, exprimió lo poco que había dejado dentro del par de cuencas, y bebió el jugo rosado, más dulzón que ácido. Amargo.

Casi una mastectomía.

Recordó vagamente sus días de cirujano, especialista en cáncer de mama, habría operado a más de trescientas mujeres; ahora, sus manos temblaban mucho, el pulso desatado, víctima del Parkinson, al borde del Alzheimer, ya no sabía cuántos síndromes ocupaban sus entrañas, tantas cosas perdidas en el olvido, para siempre.

--É a promessa de vida, no teu coraçao --Elis y Tom reían al final de la canción.

Tiró el fruto exangüe al cesto, no supo qué hacer con las semillas, las dejó sobre la tabla de madera, húmeda, el aroma a ajo apenas perceptible, no vio el cuchillo, se cortó la mano, una herida de nada, ni siquiera tendría que desinfectarla, tan sólo lamió la palma.

Regresó a la cama, consumido.

Era domingo; no tenía nada mejor que hacer que curarse la cruda, olvidar las cosas que aún no había olvidado.

Poco a poco, el sueño se desprendió de su memoria.

Atardecía en Bahía, Río de Janeiro en todo su esplendor.

Y amanecía en Lisboa cuando encontraron el cuerpo exquisitamente mutilado, una piedra sobre el vientre la mantenía contra el fondo del río.

Era una prostituta venida de provincia, se decía de Estói, conocería bien el palacio de los condes de Carvalhal, las ruinas de la villa romana de Milrau, llevaba poco en la capital, apenas conocía sus calles.

La llamaban la brasileña, por culona.

La sacaron del Tajo cuando su cuerpo aún no se había hinchado. Su torso parecía el de un niño sin pezones, apenas se le notaba la ausencia de senos, el ombligo como un ojo mudo, las caderas y el triángulo de vello al centro del pubis delataban su género, pero esa noche no la habían penetrado, no había semen en su interior, sólo flujo menstrual.

No tenía corazón.

Tampoco había rastros del asesino, sus compañeras decían que la tarde anterior había mencionado una visita al médico, se quejaba de molestias en el pecho.

--Siento una toronjita, aquí --lo último que había dicho, los senos en las copas de las manos.

Nadie nunca supo que había olvidado el nombre del doctor al que jamás había visto, la memoria vacía de recuerdos.

Y en la palma de la mano, una incisión apenas visible, en el estómago, residuos de ajo, un poco de pan.

Yacía sobre la cama metálica de la morgue, pálida como cualquier muerto, la mueca eterna de la soledad, un gesto de saudade en la sonrisa contenida, la habían reconocido por el lunar en la nariz, que hacía que uno olvidase el resto de su rostro, un cartoncillo atado a uno de los dedos gordos del pie.

Se llamaba Isabel, y Lisboa había sido un sueño.