La Jornada Semanal, 28 de diciembre de 1997



EL SILENCIO DE LAS SIRENAS


Pedro Angel Palou


Pedro Ángel Palou nació en Puebla, en 1966. La crítica recibió favorablemente su novela En la alcoba de un mundo, que recoge episodios imaginarios del grupo de Contemporáneos, y su novela Memoria de los días es una honda reflexión sobre los milenarismos apocalípticos. En nuestra literatura, el cuento de ideas no es muy socorrido. Palou ofrece una excepción.



Yo ya vivía en un pequeño departamento, no muy lejos de Gavito. No le había gustado mi partida, miraba inútil que pagara renta. ``Haz amplia la cama'', decía citando a otra de sus poetas favoritas. En su cama, sin embargo, no cabíamos tres o cuatro y ni él ni yo íbamos a renunciar a otras compañías. ``La amistad es peor que el amor, Eladio: dura más'', solía decir en ese tiempo.

Salimos de su departamento, ya tarde, porque había que divertirse. Así era: ordenaba con facilidad qué era lo que debía hacerse. Sin contemplaciones; si su humor lo mantenía en cama y el tedio se apoderaba de sus horas, entonces había que descansar, ``quedarse a cuidar el jardín es también una forma de trabajo'', decía. ``Todo abandono se paga'', empezó Gavito esa noche irrepetible, ya en la primera cantina, un lugar cuyo nombre --El Gusano de Oro-- y sus mujeres --unas gigantas envejecidas-- no he podido olvidar. ``Pero es preciso haber llegado a las tres de la mañana, maleta en mano, a Manzanillo y ver la ciudad y sólo tener tequila y frío; o haber caminado por estas calles cuando el aire es el que te emborracha y que una patrulla se orille y te suban y te metan un susto del carajo para sacarte cincuenta pesos''. Puso un bolero en la rocola, e invitó a dos mujeres a la mesa. Era encantador Gavito, cuando quería: les sirvió ron, les puso unos hielos en el vaso, brindó con ellas.

--Mi amigo quiere mitigar unas penas, muchachas --les dijo. Y lo curioso es que no sonaba extraño que llamara a esas matronas muchachas, ni que yo en realidad quisiera mitigar nada. A partir de ahí en esa noche, extraída de una película de Fellini, todo fue natural. Él empezó a hablar de Keats y de la poesía como si estuviera ante sus alumnas y no ante Rosa y Elena --¡ni siquiera puedo olvidar los nombres!--, a las que no les importaba un carajo la poesía. Se lo dije:

--¿Qué carajo puede importarles a ellas la poesía, Gavito?

--Sabes cuál es tu problema, Eladio: vives instalado. Por eso yo amaba los hoteles de Brasil, para no tener casa. Un poeta vive la vida como un hotel; al rehusar la tibia comodidad de una casa en realidad no está aceptando las circunstancias. Rechaza esa forma subsidiaria de la vida.

Quizá no estaba yo para catilinarias, o tal vez prefería mitigar, como dijo, mis propios dolores. Me instalé en un silencio que a él no le parecía atroz. Elena me sacó a bailar; era un bolero de Juan Gabriel: ...para que tú al volver, no encuentres nada extraño, y sea como ayer y nunca más dejarnos. La letra, pegajosa como el cuerpo de Elena --``mis amigos me dicen Elenita, bebé''-- se entremezclaba con lo que Gavito platicaba, desde la mesa, con una Rosa que ya para entonces se debía haber vuelto Rosita. Creo que le recitaba a Neruda: un poeta es sus manos, su piel, el ritual de sus piernas. Más allá de la planta del pie, lo extranjero y lo hostil allí comienza.

--Pero lo importante es cómo la obra pasa de ser obra de visión a obra del corazón.

--¿Y si bailamos, papito?

--Atrévete a decir eso que llamas manzana.

En el mismo lugar y con la misma gente... El cuerpo inabarcable de Elena, su manera de llevarme haciendo que yo la guiaba, las risas. Sólo Gavito estaba fuera de lugar. O al menos así lo veía yo desde el aserrín. Él le servía otra copa a su compañera:

--¡Emborráchate! ¿Sabías que a John le gustaba el clarete?

--¿Qué John?

--Keats. Él sí sabía. Escribir es una guerra, tal vez algún día yo pueda comprender la lucha de los humanos corazones.

--Recítame entonces, cabrón. Pero una romántica --Rosita empezaba a emborracharse, a odiar al poeta que se le había sentado esa noche. No sabía y no le importaba que él fuera una leyenda. Aquí era sólo unos billetes, tres bailes, tal vez la noche.

--La poesía no se recita. Es ese centro inexistente que hace posible toda rueda. La poesía no sirve para nada. Eso también lo dijo John: ``El poeta debe hacer el bien; sí, pero lo hace siendo poeta. Debe tener el propósito de hacer el bien con la poesía, sí, pero no forzar su poesía para mostrar que tal es su intención hacia nosotros. Debe ser altruista, sin duda, pero tal vez lo logre siendo egoísta, rehusándose a apartarse de su manera poética de hacer el bien.''

--Tú si que eres egoísta, cachito --Rosita se le sentó en las piernas, comenzó a besarlo. Quién sabe cómo Gavito soportaba la monumental humanidad de su compañera. Ella metía la mano dentro de la camisa del poeta, le acariciaba los pelos del pecho e intentaba que él también la besara. Gavito comenzó a acariciarle las piernas.

--Aquí no, cabroncito, espérate.

Entonces Rosita fue a la rocola y la cambió por una ranchera. Ahí sí me perdí. Nosotros nos sentamos con Gavito y vimos cómo la otra mujer le bailaba la canción, tocándose los pechos.

--La poesía es una enorme errata del idioma --dijo, casi como epitafio. Rosita se le fue a golpes, derribándolo. Había gritos y botellas que se quebraban. Cuando estuvimos en la calle --nos sacaron a empujones y arañazos-- vi que Gavito sangraba de la nariz y se encontraba bastante adolorido. Tal vez le gustaba la situación y sonreía para sus adentros por haberla provocado. La noche terminó de emborracharlo.

--Vamos al Nivel, Eladio.

--Mejor te llevó a dormir, ya fue mucho para una noche.

--¿Mucho? No jodas.

--Pero es que...

--¿Sabes cuál es el pedo, Eladio? --Gavito borracho era como todos los borrachos, absolutamente necio--, que te resistes a ser. ¿Crees todavía en la identidad?

--¡Qué me importa a mí la identidad ahorita!

--Por eso, ¿crees que eres un yo? ¿Indivisible, puro, completo?

--Sí, al menos un yo en construcción.

--El poeta en cambio, Eladio, sabe que no tiene identidad. Yo es otro, ¿te acuerdas? Dice Keats que el poeta vive, antes del deslumbramiento final, en una cámara de pensar virgen, casi instalado en la infancia. Por eso el poeta mira. La tragedia está en dejar de mirar y empezar a ver. Ahí te llevó el carajo.

Caminamos por el centro, enfilándonos a otra cantina, siguiéndole la corriente. Pero sucede en estos casos, cuando el otro está sobrio, que se siente tremendamente incómodo.

--¿Tú pensabas que me interesaba el Keats de los días alcióneos? No, yo estoy con el último, con el que sabe que todo poema es un fracaso, con el de La caída de Hiperión.

Entramos, pidió una botella de ron y empezó a golpearme. Se le despertó el borracho agresivo que todos llevamos dentro. Al principio era simplemente un ademán para completar la frase, una palmada --fuerte, pero palmada-- en el hombro, o en la espalda.

--El poeta es un ser humano repugnante, Eladio.

--No hace falta decirlo.

--Él mismo, un vampiro, chupa su propia sangre. ¿Cuántos poetas conoces?

--No sé, bien sólo a ti.

--Mejor, yo tampoco conozco muchos, pero lo prefiero así. ¡Qué horrible andar por el mundo sin identidad, viviendo de prestado! El poeta se da cuenta de su elementalidad --volvió el golpe, ahora un intento de cachetada que terminó con Gavito al suelo, carcajeándose-- ya ves, pinche insignificancia.

Lo levanté del suelo y le volví a pedir que nos fuéramos. Él regresó a Keats y a su vaso de ron:

--¡Oh, una vida del sentir antes que del pensar!

Los otros borrachos lo callaron.

--No se puede ser poeta en silencio, pendejos. La poesía es cosa verbal. --El cantinero me pidió que sacara al abuelito. Puse un billete en la barra y lo devolví a la noche.

Entonces caímos en la tercera cantina, El Correo. Y digo caímos a propósito, todo el viaje era una especie de descenso a los infiernos. Al entrar supe que debíamos estar, al menos, en el séptimo círculo. Un ciego tocaba el violín; Gavito lo saludó:

--Buenas noches, don Severiano.

--Bienvenido, profesor. ¿La de siempre?

Y se soltó con una melodía tristísima, que sonaba a rancio. Casi no había nadie en el local. Nos sentamos en unas minúsculas bancas de madera y Gavito pidió otra botella. No sé cómo resistió su cuerpo tanto ron. Una mujer, mucho más joven y bonita que las del Gusano de Oro se sentó a mi lado, Gavito volvió a su perorata:

--Mitiga las penas de mi amigo.

Ella me abrazó y se sirvió una copa. Gavito siguió hablando de Keats y perorando cada vez con menos tino. Don Severiano terminó su vals y fue aplaudido por toda la concurrencia. Nadie le pagaba, pero se sentó con nosotros y se sirvió otro ron.

--¿Quién es esta muchacha, Severiano?

--Mire, profesor. Aquí no entran muchachas, ni uniformados, ni menores de edad.

--¡Qué lástima que no puede ver, porque aquí mi amigo se encuentra sentado junto a una hermosa muchacha que llegó a la mesa!

--No, imposible. Chepe nunca ha dejado entrar a muchachas, ni uniformados, ni menores de edad.

--¿Entonces quién es?

--¿Tiene pechos?

--Sí, Severiano, ¡te digo que es una mujer!

--Pues no huele, ha de ser un fantasma.

Entonces Gavito, como propulsado por un resorte, se puso a gritar:

--¡Es una lamia! Cuidado, Eladio, ¡es una lamia!

--¿Una qué?

--Una lamia, una serpiente. Te ha estado engañando con sus besos y su corte. Es una impostora. --Gavito se le lanzó a puñetazos, y se armó un zafarrancho de miedo. Don Severiano sólo alcanzó a protegerse con el violín. Varios borrachos se unieron al grupo, no porque supieran qué pasaba, sino por el placer que provoca la irrupción de algo distinto. Gavito estaba poseído:

--Licio, apártate del mal. Puede cantar y declamarte hermosos poemas al oído. ¡Rompe la ilusión maldita!, ¡desvanécete, sierpe inmunda!

--Gavito, ¡vámonos ya! --Le tendí un billete a Chepe y fui sacando a mi maestro como pude. Él, sin embargo, no daba tregua a su furor--: Soy Apolonio y te ordeno que dejes en paz a este joven, Menipo Licio, ¡permítele volver a Creta y rompe tu hechizo, mujer enferma!

--Ya Gavito, calma. Ya se ha ido.

--No puede irse, la lamia nunca se irá: existe para perdurar y hacer sufrir, como toda mujer que se empecina en que la amen.

Para terminar nos fuimos a sentar al Zócalo. Él, por supuesto, con la botella --``Ya la pagamos, ¿no?''--. En medio de la siguiente frase vomitó. He visto personas que hacen escándalo, pero él se llevaba las palmas: sudaba frío, temblaba, gritaba. Nos cambiamos de banca, el olor era insoportable.

--Hay que llegar al estado máximo de tensión afectiva.

--¿Entonces es un programa? ¿Esta noche es una consigna, Gavito?

--Escribir es acción. Al carajo con los que piensen que no es un compromiso. ¿Y la fidelidad de actuar en el plano expresivo?

--Vámonos a casa.

--¿Quién se quiere ir? Sabes lo que decía John, que el hombre a semejanza de la araña teje su aérea ciudadela partiendo de sus entrañas. ¿Entiendes? De sus entrañas.

--Tú ya devolviste tus entrañas esta noche.

--Las puntas de las hojas y ramas donde la araña empieza su labor son pocas, pero ella llena el aire con un itinerario frenético. El hombre debería contentarse con esos pocos puntos donde apoyar la tecla de su alma.

--Pero...

--No me interrumpas. Sigue John: así, puede tener una tapicería empírea. ¿Oíste? Tapicería empírea llena de símbolos para su mirada espiritual, de suavidad para su tacto espiritual, de espacio para sus andanzas, de distinción para su lujo. Eso es lo que yo he intentado aquí, pero solo.

--Ni tan solo.

--Me refiero a sin los viejos amigos. El que se va no debe volver. Esa es la condición. Cuando regresa ya no pertenece al lugar, requiere de esa tela, de esos pocos puntos en los que apoyarse.

--¿Y?

--Por eso me dolió tanto que te fueras del departamento. Los que viven en compañía tienen una silenciosa capacidad de amoldarse y de influirse recíprocamente, se interasimilan.

Todos los demás vamos pasando por la vida y perdiendo nuestras ilusiones; él las iba dejando de lado, las apartaba sin dolor, deliberadamente. Pero sufría, hay que ver cómo sufría.

--Sólo sirvo para la literatura, Eladio.

Como si Gavito lo hubiera estado buscando, una patrulla se orilló. Pensé que irían por nosotros, que pasaríamos la noche en algún Ministerio Público. El copiloto, en cambio, sólo nos gritó:

--Ya váyanse a su casa, pinches putos.

Y como si hubiera sido una orden, sin decirnos nada, al rato comenzamos a caminar rumbo a casa de Gavito. Iba mareadísimo, apoyándose en las paredes o en mí, alternativamente. Subimos a su departamento y él sólo alcanzó a tirarse en la cama. Lo desvestí y lo metí bajo las sábanas. Ya estaba profundamente dormido.

En una de las tarjetas que acostumbraba dejar por todos lados había escrito una frase de Lorca: ``Soy un pulso herido que ronda las cosas del otro lado.'' Me dio risa, quién sabe por qué, pero me dio risa. Entonces yo me serví un trago, fui a la sala y me senté a pensar en esa noche.

En el cielo de Gavito no había ángeles. Tal vez porque todo era posible esa noche, al poco rato me encontraba llorando. Él hubiera dicho, seguro, ``todas las lágrimas del mar''.

A la mañana siguiente --o mejor, a la tarde siguiente, porque Gavito amaneció alrededor de las doce--, la cruda debió ser atroz. Se bañó dando quejidos y luego vino a sentarse a mi lado en el comedor.

--Estuvo usted endemoniado anoche, poeta.

--My daemon is poetry.

--Tal vez, pero igual se las gastó.

--¿Tú crees, Eladio, que la bondad es necesaria para ser un gran escritor?

--La bondad por sí misma no, pero la ética sí. Ya alguna vez discutimos esa idea. Para mí existe un imperativo ético esencial. Ningún mal hombre puede ser buen escritor.

--Es tanto como afirmar que la buena poesía está sustentada en un mensaje.

--No, Gavito. No me tiendas trampas. No hay poesía con mensaje, la poesía es mensaje.

--Te lo digo por lo de ayer. Sé incluso que tienes razón. No se trata de que el escritor crea en la bondad del mundo; su experiencia de la vida, su larga meditación viviente, lo saca de la lógica racional y lo instala en una lógica afectiva.

--Ahora sí te sigo. Por eso Keats no leía a sus contemporáneos.

--Sí que los leía, y cuidadosamente. Pero no abrevaba en ellos. En una carta a su amigo Reynolds, le dice que para qué va a gastar su tiempo en unos cuantos pasajes hermosos si con ellos viene toda una filosofía cargada de los caprichos de un egoísta.

--Su mensaje.

--Odiamos una poesía, escribía, que expresa un propósito evidente. Y, digo, la carta es preciosa... Dice algo así como: ``Cada uno de los modernos gobierna su estado en miniatura como un elector de Hannover, y sabe cuántas briznas de paja son diariamente barridas en las calzadas de todos sus dominios... Los antiguos eran emperadores de vastas provincias; apenas habían oído hablar de las más remotas, y no se preocupaban mucho por visitarlas.'' ¿No es hermoso?

--Sí, genial. Por eso tú siempre has dicho que la literatura es un destino, no una profesión.

--Porque el poeta, te lo dije ayer, no tiene identidad. Se pierde en los otros. Los grandes poemas nos impresionan porque parecen la expresión de nuestros propios pensamientos, aparecen incluso como una remembranza.

--De todo lo que se trata es de una fidelidad.

--Te parece poco, con lo prostitutos que somos todos. Ese es el problema. Si Keats dice que escribir bien sigue a hacer bien, no es en el sentido de que no pueda emborracharse o golpear a un prójimo. Para él no existe división, no hay jerarquías. Toda literatura tiene moral, porque de lo que se trata es de hacer bien con tu obra. Lo demás son falsas dicotomías para debates televisivos.

--De acuerdo --le dije sirviéndole un café--, pero eso no quita que se me alocó anoche.

Soltó una carcajada:

--¡Qué pocas miserias has visto! Era mejor emborracharse que mentir, suplantar a la literatura por la autocompasión, la filantropía barata. ¿Comportarse?, sí, pero que sólo ocurre en otro orden, uno descubierto por la imaginación, por la intuición y que no puede ser sino estético.

--Simone Weil: ``La alegría y la desdicha como adhesiones totales a la belleza perfecta, como formas de la pérdida de la existencia personal. La única manera de entrar al país verdadero, al país real.''

--¡Qué grosero, venir a salpicar mi desayuno con una cita! --dijo, mojando un pan dulce en el café.

Los dos nos reímos, por primera vez en mucho tiempo reímos cómplicemente.