Hermann Bellinghausen
El país de las distancias

Un día viajamos al país de las distancias. No faltó quien considerara que estabamos yendo demasiado lejos. Yo sé, y pueden creerme, que íbamos aquí, muy cerca. Apenas si nos habíamos movido un poco.

Allí todo era tan grande que, en varios kilómetros a la redonda, no se distinguía la forma de nada. Los objetos que para nosotros suelen ser pequeños (un guijarro, una varita, un grano de tierra o maíz), poseían tales dimensiones que uno, a lo más, abarcaba una de sus caras.

Difícil saber si aquel verdor de todos los colores por la voluntad de la luz eran montañas, o un tronco caído, o la cadera de una mujer reclinada.

Y eso de marchar de bosque en bosque, de pendiente en pendiente, a tumbos de mula mansa, nos hacía perder los sentidos del equilibrio y la proporción.

Las hojas hacían el bosque. Miles de millones de verdes, pardas o negruzcas. Ninguna idéntica, ni las gemelas. Guanacaste, zapotal, helecho, cafeto o hierba mora, aquel bosque hervía de sí mismo.

Los plátanos trajeron la noche, ese día. Sus hojas se agitaban, blancas, bajo la Luna menguante que sonreía. (¿De qué se reía la Luna?). Como banderas de ninguna patria, velas de navegación desplegada, páginas que no ha manchado la tinta. Las hojas largas de los platanares decaídos parecían anuncios comerciales para su uso en el planeta Japón.

El viaje tenía motivos, pero no sabíamos cuáles. No hubo quién nos atendiera. Vimos pasar el agua de riachuelos que a nuestros ojos eran Atlánticos y Niágaras, y no sé de dónde sacamos tiempo para atravesar tales inmensidades en lo que sentimos unas horas.

Un zopilote planeador proyectaba su veloz sombra de aura, la diferencia entre el día y la noche sin que se desplazara el sol, pues ese país era tan grande que el día y la noche sucedían al mismo tiempo.

Qué podía ser allí el Sol. No alcanzaba todo el cielo para encontrarlo, por más que alzáramos la vista y los catalejos cataran a tientas lo que consistía tan sólo un ínfimo rincón del firmamento.

Hablar allí de día o noche era más relativo que lo que me tardo en escribir estas dos líneas.

Todo resultaba engañoso. Por el tamaño. Los hormigueros, por ejemplo, eran colinas movedizas, minas de ácido fórnico, un infierno de pasadizos al inframundo de la tierra vaciada.

Por suerte no llovió ese día, ni volvieron las hormigas. Un tanque de buzo no hubiera alcanzado. Bastante tuvimos con respirar las moléculas inmensas de aquel aire gigantesco que sacaba chispas de la cantidad de energía empleada para su tránsito dentro y fuera de los alveolos pulmonares y si no, te ahogas.

Nos quedamos cortos; digamos lo que digamos no conseguiremos expresar sino un parte mínima, brizna perdida en el viento, de todo aquello. Pero me pueden creer. Eso no quita que el país de las distancias sea cruel, y lo que se dice, grande.