La Jornada lunes 29 de diciembre de 1997

Héctor Aguilar Camín
La omisión federal

El gobierno federal parece condenado al pecado de omisión en Chiapas. Desde 1993, en que tuvo indicios claros de que se preparaba un movimiento armado, hasta la matanza anunciada del 22 de diciembre en la jurisdicción de Chenalhó, los reflejos federales frente a Chiapas han sido len-

tos y erráticos. El gobierno federal ha cedido una y otra vez a la tentación de negar la existencia y el tamaño del problema, sólo para verse obligado a actuar con diligencia apresurada e inconvincente cuando el asunto vuelve a explotarle en las manos. El resultado es que no ha podido ofrecer una solución al conflicto ni por la vía de la coerción ni por la de la negociación.

Nadie en su sano juicio político puede compartir la visión conspirativa del subcomandante Marcos en el sentido de que la matanza de Acteal, en Chenalhó, fue montada por el gobierno de Zedillo. Nadie en su sano juicio moral puede compartir tampoco la visión del secretario de Gobernación exculpando al gobierno que representa de toda responsabilidad en los acontecimientos. El gobierno de la República no es culpable, pero tiene una responsabilidad que asumir en la violencia de Chenalhó, porque no actuó a tiempo a sabiendas de que el conflicto estaba ahí. No actuar a tiempo para evitar la violencia es un pecado invisible pero es un pecado mayor de la autoridad, cuya función primera es prevenir, arbitrar y contener la violencia entre particulares, garantizando así la seguridad para todos.

Muchas cosas pueden alegarse, menos que el gobierno federal desconocía la situación. Hoy, como en 1993, bastaba leer la prensa para medir las dimensiones posibles del problema. Según las cifras de Gustavo Hirales, asesor hasta hace muy poco de la delegación gubernamental negociadora en Chiapas, el bando de los asesinos de Acteal, que masacró a 45 personas el 22 de diciembre, llevaba más de sesenta muertos a manos del bando de los victimados, que llevaban, por su parte, más de veinte. La matanza estaba en marcha hace tiempo. No hay dependencia federal vinculada a la secuela de la violencia en Chiapas, luego de la rebelión de enero de 1994, que no haya advertido los riesgos de la agudización del conflicto en comunidades como Chena-lhó y en el norte del estado.

Las primeras investigaciones del procurador general de la República en el sentido de que la violencia en Chenalhó tiene una historia de rencillas comunitarias que se remontan a los años treinta, lejos de tranquilizar, poniendo las cosas en perspectiva, aviva la inquietud por el futuro inmediato de la zona. Se viven ahí viejos desgarramientos comunitarios, agravados ahora por una rivalidad religiosa y política a la que le hace falta muy poco para dar el brinco hacia la práctica de limpieza étnica que arrasó pueblos completos en la antigua Yugoeslavia. La decisión de los asesinos de erradicar ``la semilla zapatista'' guarda una siniestra coherencia con el correspondiente asesinato de mujeres y niños. Como en la antigua Yugoeslavia, no se trata aquí sólo de matar a los enemigos vivos, sino también a quienes pueden volverse o pueden engendrar enemigos futuros.

La tendencia de la prensa prozapatista a presentar el asunto en blanco y negro, en una dialéctica sorda de víctimas y verdugos, en la que los verdugos son grupos paramilitares armados y entrenados por oscuras oligarquías locales, tampoco se hace cargo de la gravedad de la situación. Naturalmente las oligarquías actúan, hay una estrategia y un entrenamiento paramilitar cuyos últimos resortes están probablemente en el ejército destacado en Chiapas, que libra de esa manera su guerra sucia de contención a las actividades del otro ejército, el zapatista, que también hace lo suyo, tiene control militar de un territorio y sigue formalmente en guerra.

No es, sin embargo, la guerra de los aparatos lo que hace incontrolable y moralmente opresiva la situación de Chiapas, sino el odio interiorizado y radicalizado de la gente del común, el odio atizado por la vendetta familiar y la intolerancia religiosa, por la codicia comunitaria y la rencilla política a mano armada. No matan ni mueren ahí guardias blancas y pistoleros a sueldo. Matan y mueren gentes del pueblo llano, vecinos y parientes jurados a muerte.

Hace falta algo más que la intervención de la Procuraduría General de la República en la averiguación de la matanza de Acteal para contener la matanza que está en la imaginación y el deseo de las comunidades divididas, fanatizadas y armadas de Chiapas. Hace falta una intervención federal en forma que separe a los violentos y devuelva a la autoridad sus calidades de árbitro imparcial y recto, calidades que el gobierno local ha perdido, si las tuvo alguna vez. Hay que poner un punto final a los pecados federales de omisión en Chiapas.