Adolfo Gilly
El juguete rabioso
Algo les falló. Todo parece indicar que Acteal fue preparado desde las alturas del poder, pero no de este modo. Posiblemente el guión incluía una acción limitada de los paramilitares -bien entrenados y armados, por cierto-, con algunos muertos y muchos prófugos, para sustentar la versión
de un enfrentamiento entre indígenas que justificara una sorpresiva movilización del Ejército para desarmar a todo mundo, el EZLN incluido.
Si esto es así, se trataba de una especie de emboscada como la del 9 de febrero de 1995, cuando intentaron apresar a Marcos y se les escapó. Hoy, igual que entonces, el guión parece escrito de antemano: los movimientos militares, la intervención de la PGR -ayer Lozano, hoy Madrazo- y tal vez hasta los discursos.
Pero, otra vez, algo falló: los campesinos de Las Abejas, en lugar de huir se quedaron a rezar, ``porque nada debían''; los zapatistas, con asombrosa serenidad, se abstuvieron de responder, y los paramilitares no respetaron órdenes ni límites y, como los mastines de los conquistadores, hicieron aquello para lo cual habían sido amaestrados: matar, matar y matar; a bala, a machetazos, a golpes; abriendo vientres de embarazadas y alzando fetos como trofeos; mutilando niños, calándolos con los filos...
Resultado: 45 muertos masacrados y el horror del país y del mundo ante este asesinato colectivo, este Lídice, este Mi-Lay mexicano.
Pero, extrañamente, un guión qu e ya no correspondía a la magnitud de la matanza ni a la dimensión del horror pareció seguir desenvolviéndose con automatismo propio, como un juguete de golpe enloquecido en la mansión del juguetero niño de Blade Runner.
El doctor Ernesto Zedillo hizo movimientos inciertos y declaraciones fuera de toda proporción con la cantidad de muertos y de sangre. El 23 de diciembre condenó el hecho, apoyó al gobierno de Chiapas (que ya para entonces era el más obvio responsable), colocó la investigación bajo el control de su subordinado Madrazo y, sobre todo, mandó 5 mil soldados más a la región. Después suspendió su mensaje de Navidad.
Desde entonces hasta hoy, el presidente de la República no ha aparecido en público. No ha vuelto a declarar en primera persona. No ha ido a Chiapas. El país, asombrado, contempla esta desaparición de escena de la figura presidencial y recuerda los días aciagos del terremoto de 1985, cuando en lo más cruel de la catástrofe no aparecía Miguel de la Madrid ni Ramón Aguirre.
En este extraño guión, el secretario de Gobernación hace declaraciones sin tino ni sentido y el secretario de Relaciones Exteriores se irrita ante la indignación del mundo por la matanza.
Finalmente entra en juego la pieza maestra. El procurador general de la República, a la sazón Jorge Madrazo, hace a un lado todas las evidencias acumuladas durante meses sobre la preparación de esta matanza, adelanta las conclusiones de la investigación y declara que se trata de un conflicto intercomunitario e interfamiliar como hay tantos. Es decir, lee una explicación preparada para otro hecho y por eso mismo insostenible.
Estamos ante una auténtica y profunda crisis de Estado. En este contexto de mando fragmentado y de descontrol del ejercicio del poder hay que ubicar otros síntomas alarmantes, desde la industria del crimen organizado y el narco institucionalizado, hasta los desfalcos de los banqueros y la impunidad generalizada.
Los poderes reales, constituidos de hecho como poderes paralelos, no coinciden con la sede constitucional del poder político. Esa es la esencia de la crisis: aquéllos no tienen legitimidad, éste la pierde en los hechos.
Desde el gobierno federal están siendo demolidas sistemáticamente, por un lado, la justicia, por el otro, la función nacional-estatal del Ejército Mexicano.
El fundamentalismo, por definición, sustituye a la política por una idea fija a la cual somete todo lo demás. El fundamentalismo en el poder, en persecución de la idea fija que lo guía, no se detiene ante nada. Utiliza a la PGR no como el órgano de procuración de justicia para todos, sino como la servidora de sus fines. Utiliza a las fuerzas armadas como instrumento de control de la población -como guardia nacional, como constabularia- y no como fuerza garante del ejercicio de la soberanía sobre el territorio nacional.
Justicia y Ejército son así arrastrados a lo más turbio de la crisis. El país queda en creciente indefensión y el poder, en sus varios fragmentos inconexos, se hunde más y más en el descontrol y en el arbitrio.
La reacción a este estado de cosas no puede venir desde un poder en esa situación. La sociedad, sus organizaciones, sus instituciones, sus ciudadanos y ciudadanas libres, pensantes e independientes, pueden y necesitan alzar una barrera civil para detener esta loca carrera hacia un desastre mayor y crear en los hechos y en los símbolos un espacio alternativo de credibilidad, justicia y nuevos equilibrios.