Miguel Barbachano Ponce
Violencia real y cinematográfica

Finaliza 1997, un año non, pleno de violencia y sangrientas arbitrariedades. Un año terminal que incluyó, tanto en la realidad como en la cartelera cinematográfica, numerosos hechos de inexplicable brutalidad (Mortal-Kombat, de John R. Leonetti). Pero retrocedamos en el tiempo para rescatar desde sus inicios el discurso cinematográfico que ha inundado con su violencia las pantallas de nuestro insalvable planeta, ayer azul, hoy ardiente.

Comencemos nuestro histórico recorrido preguntándonos: ¿cuándo, cómo, por qué ocurre ese transvase de la violencia al celuloide? O, para decirlo de otra manera, ¿cuál fue la razón que impulsó a los producers a trasladar al cine vida y muerte de los hampones que asolaron -asuelan- las grandes urbes? Empecemos por el principio: ¿cuándo...?

Hacia 1912, cuando el cine aún no sabía hablar, D. W. Griffith realizó Misketters of pig alley, donde aparecen los primeros gangmen de la historia que, por cierto, no poseían las estructuras caracterológicas de los matones de los años veinte. Será hasta 1927, con Underworld, de Josef von Stenberg, que el gángster precisará sus características síquicas y cinemáticas. ¿Cómo...?

Para responder a esta segunda cuestión, demos la palabra a Ben Hetch, autor del guión de Underworld. Hetch dijo: ``Los productores me sugirieron un guión cuyo contexto sólo debería alentar villanos. Entonces, pregunté: ¿es necesario evitar héroes y heroínas? ¿Necesito decir la verdad acerca de los seres que habitan en los guetos? `Sí -me respondieron-, no hay por qué mentir; al público le fascinan los criminales, sus problemas amorosos, así como su sadismo'...''

Resueltos el cuándo, el cómo, el por qué, pasemos ahora a relatar la historia del género gangsteril y sus vicisitudes. Este estilo narrativo tiene en los comienzos del cine hablado (1929-1934) un auge descomunal, no sólo por el perfil semiheroico de aquellos delincuentes, sino también porque los ruidos del hampa y los espacios inusuales que ésta frecuentaba (clubes nocturnos, prostíbulos, calles en penumbra plenas de ululantes sirenas y chirriar de llantas, bares donde resonaba el jazz, casas clandestinas donde se practicaban juegos prohibidos) producían un extraño estremecimiento en los espectadores.

Entre aquellos wasp, que pasaban las horas clavados en las butacas de los cines devorando espacios y ruidos, es imprescindible recordar a John Dillinger, que asaltaba bancos a la manera del actor Douglas Fairbanks, y que muere a balazos al salir del cine Biograph, de Chicago, en 1934, después de ver a Clark Gable en un filme de gangsters titulado Manhattan melodrama.

Hacia 1935, magnates y producers, atendiendo los clamores de las conciencias puritanas, alarmadas ante aquella ola de delitos, transforman la imagen salvaje de los protagonistas del ciclo por la del limpio e idealista G. Men, y logran así acallar las recalcitrantes protestas de iglesias, clubes y fraternidades, como la recientemente formada Legión Católica de la Decencia.

Atrás quedaban, devorados por las llamas de la intolerancia, 300 filmes de gangsters, entre otros tres memorables: Little Caesar, de Mervyn Le Roy; The public enemy, de William Wellman, y Scarface, de Howard Hawks.

El siguiente paso de ese tipo de narrativa, más allá de la serie de G. Men Pictures, viene a hablarnos del detective privado, personaje que podemos definir como un hombre que no acepta el dinero de nadie ni la insolencia de nadie, un auténtico antihéroe que alienta en un mundo caótico, absurdo, violento. Tal vez el ejemplo cabal de ese hombre sea Sam Spade, el protagonista de El Halcón Maltés, encarnado por Humphrey Bogart en 1941.

A esa clase de cine se le conoce como cine negro o film-noir, y conoció tres momentos: uno, entre 1941 y 1946, durante el cual se establece su estilo visual. El segundo corre entre 46 y 49, a través de un antihéroe menos romántico y más fatalista. El tercer tiempo, a partir de 49 y hasta nuestros días, presenta a un protagonista capaz de atestiguar la desintegración de sus convicciones.

En nuestro tiempo, los cineastas recogen la inacabable violencia que estremece a la sociedad, recreando de nueva cuenta las especificaciones del género gangsteril. Ejemplos, Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967) o The Godfather (Francis Ford Coppola, 1972) o Manhattan Sur (Michel Cimino, 1985) o Corazón satánico (Alan Parker, 1987) o Gente peligrosa (Bob Rafaelson, 1997).