Arnaldo Córdova
México herido en Chiapas
Chiapas ha sido siempre, desde los tiempos de la Conquista y de la Colonia, una tierra infeliz en el cuerpo de la nación mexicana en permanente formación. Una herida abierta que no ha cesado de sangrar. Allí, fray Bartolomé de las Casas escribió algunas de sus obras fundamentales en defensa de los indios, sujetos a la esclavitud del tributo y de las obligaciones respecto de la Iglesia. Allí se formaron los latifundios coloniales más despóticos y depredadores de la Nueva España. Allí, la Iglesia y los criollos se hicieron de todas las tierras durante la época del México independiente. Allí se formaron algunos de los latifundios más grandes de todo el país durante el régimen porfirista. Allí los poseedores de las tierras se levantaron en armas, sólo para asociarse con las fuerzas triunfantes durante la revolución y mantener su dominio secular, impidiendo, de ese modo, que la revolución misma entrara en Chiapas. Allí gobernaron los antiguos dueños del poder económico, político, social y cultural durante los 80 años que ha durado el régimen de la revolución mexicana, manteniendo el estado colonial que es propio de Chiapas, en el proceso de modernización de México.
La rebelión indígena del 1o. de enero de 1994 puso contra la pared ese estado de cosas, y al Estado nacional en el predicamento de tener que enfrentar la guerra dentro de sus fronteras. Por primera vez, a pesar de que varios antropólogos e historiadores nos habían puesto en conocimiento de la terrible situación chiapaneca desde los tiempos coloniales, el país comenzó a verse en ese espantoso espejo que revelaba todas sus miserias y sus atrasos y que era el hermoso estado de Chiapas. Como algunos han dicho, Chiapas jamás ha estado en paz. Un primitivo sistema de dominación social y política, como es el que siempre ha imperado en esa entidad, comenzó finalmente a verse a la luz del día, con todos sus horrores. Ya durante los años 50, Ricardo Pozas realizó una memorable investigación sobre uno de los pueblos de los Altos de Chiapas, Chamula, cuyos resultados se publicaron en 1959, y en la que Pozas advertía sobre el cataclismo que rondaba desde tiempos antiguos a los pueblos indios de Chiapas. La catástrofe, insinuaba Pozas, podía venir de un momento a otro. La miseria inaudita y el ultraje permanente de la dignidad humana que se experimentaba en Chiapas no podían más que desembocar en un verdadero holocausto. Por fin, todo eso lo hemos conseguido y forma uno de los más dolorosos traumas del alma nacional.
En ninguna entidad de la República se puede hablar con tanta propiedad de un estado oligárquico como en el caso de Chiapas. Este estado se incrustó en una sociedad de un desarrollo muy desigual que permitió a la oligarquía chiapaneca subsistir y reproducirse impunemente, con todos sus atrasos y todas sus injusticias. Los caciques locales dominan la vida política y la vida económica; reproducen su forma de dominación en todos los niveles de la vida social. Siempre hay excluidos en ese sistema. Los ganaderos, cafetaleros y distribuidores de cerveza están en la cumbre. Luego siguen los demás estratos. En las comunidades indígenas el cacicazgo más primitivo se impone. La violencia es el signo de esa sociedad estratificada a la antigua. Y la ejercen lo mismo el finquero que el cacique indígena, a lo Lorenzo Pérez Jolote. El resultado es una explotación sin límites de los desposeídos o de los dependientes. La exclusión que hace juego con el privilegio. La miseria extrema que alimenta el bienestar y la riqueza de unos cuantos. Las guardias blancas o los escuadrones de la muerte siempre han sido aditamentos infaltables del sistema de dominación chiapaneco. Los llamados ``paramilitares'' no son en Chiapas ninguna novedad. La discriminación racial sólo es el velo que cubre la explotación, la exclusión de los más pobres y el poder arbitrario de los poderosos.
El comportamiento hacia Chiapas del poder central y de los presidentes de México que lo encarnan ha sido en todo tiempo indigno, cínico y vergonzoso para la nación entera. Es, en efecto, una vergüenza que los regímenes priístas se hayan sentido orgullosos de ganar elecciones en Chiapas con 95 por ciento o más de las votaciones. La gran virtud del levantamiento zapatista fue y seguirá siendo el haber puesto al descubierto esa cloaca nauseabunda que es el sistema oligárquico de dominación que impera desde los tiempos coloniales en Chiapas y que corrompe, por su propia naturaleza, todas las relaciones sociales de arriba hacia abajo. Nadie en Chiapas está limpio de la inmundicia de la que vive y se reproduce la oligarquía chiapaneca. Las comunidades indígenas, como se dijo antes, reproducen en todo el sistema de dominación. Los asesinos de indios no son, por lo general, los finqueros o los cerveceros. Son indios. Y son tan feroces e implacables como lo puede ser el más intransigente, intolerante y conservador de los ``verdaderos'' coletos de San Cristóbal.
Lo más triste en torno a la matanza de Chenalhó, es comprobar que los asesinos fueron indios de la misma etnia y de la misma comunidad. Y lo más reprobable es comprobar también que los sucesos, como muchos otros en el pasado, se deben a ese vergonzoso amasiato en el que siempre han convivido los poderes nacionales representados en el Estado y esa pequeña y miserable oligarquía que sigue dominando en Chiapas en todos los niveles sociales. Si el Presidente de la República, su secretario de Gobernación y el gobernador de Chiapas quieren hacerse los inocentes y esquivar las monstruosas responsabilidades que les tocan en la tragedia que acabamos de vivir, no sólo seguirán insultando nuestra inteligencia, como lo han estado haciendo en estos aciagos días, sino que propiciarán también nuevos brotes de violencia que cada vez pueden resultar más destructores e incontenibles.
Es importante saber acerca de los orígenes sociales de los asesinos; pero lo es mucho más reparar en el hecho, que parece casi inédito, de que los sicarios de indios son indios, y poner al descubierto el sistema que lo ha hecho posible y del que participan las oligarquías locales, los grupos gobernantes de Chiapas y el Estado nacional y sus presidentes. ¿Cómo puede avanzar el proceso democratizador en Chiapas si el Estado nacional sigue fundando su poder en el poder caciquil de aquel estado? En términos que deberían hacer honor al sentido común, ¿por qué el Presidente y sus secretarios de Gobernación y de la Defensa Nacional no ponen fin a la violencia en Chiapas, desmantelando los escuadrones de la muerte, poniendo coto al poder de los grupos oligárquicos y caciquiles, tal vez modernizándolos, si es que eso es posible, y haciendo la paz con los zapatistas? Se dirá que es porque no pueden, pero en ese caso deberemos asumir que no pueden porque no son capaces de renunciar al poder que les dan aquellos grupos y prefieren, como aparentan, dejar que la sociedad chiapaneca se pudra y se autodestruya en sus vicios de origen, hasta que no haya nada más que un páramo sobre el cual plantar la bandera nacional.
Para todo mundo está claro, aunque a veces se oculte, que sólo el Presidente de la República podrá resolver la conflictiva situación que se vive en Chiapas. Nadie como él tiene el poder de hacerlo. Suya es la responsabilidad mayor, y no tiene derecho a ofender a los mexicanos negándola o soslayándola.