Antonio García de León
El escalamiento de la guerra
Después de la masacre de Acteal, miles de tzotziles se desplazan bajo el frío y la niebla en busca de un refugio seguro que los libre de la ``acción punitiva ejemplar'' de las bandas paramilitares. Este nuevo escalón de la violencia, y el hecho de que los mismos refugiados y sobrevivientes estén ahora capturando a presuntos miembros de estos grupos significa que, a pesar de la magnitud de la tragedia, el desorden provocado prevalece, mientras el gobierno aumenta la presencia militar en 5 mil soldados más, cumpliendo con el objetivo estratégico de limpiar la zona de simpatizantes zapatistas, reforzar el papel del Ejército en la ``guerra legal'' y hacerlo aparecer mediando entre las diversas facciones del ``conflicto intercomunitario''. La tragedia de Acteal puede continuar (de hecho está planificada para que así sea) y ha puesto en evidencia la tan negada existencia de paramilitares protegidos, entrenados y avituallados por autoridades locales, funcionarios de los gobiernos estatal y federal y algunos mandos militares. La tragedia coloca internacionalmente a México en el nivel de oprobio que hace más de una década tuvieron los gobiernos dictatoriales de Guatemala y El Salvador, pues demuestra hasta el absurdo el grado de deterioro de un anquilosado sistema político que se niega a poner en primer plano el tránsito a un régimen democrático y a garantizar el respeto a los más elementales derechos humanos.
Estas organizaciones terroristas no cayeron del cielo ni son ``grupos armados clandestinos'', como los llama Gobernación en sus largos comunicados de respuesta retórica al EZLN. Son grupos armados ``paralelos'', parte de la acción de seguridad nacional y contrainsurgencia, que se benefician de una cesión discrecional que del monopolio de la fuerza les hace el Estado a diferentes niveles, aprovechando para ello la existencia previa de guardias blancas, cuerpos privados de seguridad o redes de lealtades primordiales establecidas por caciques locales del partido oficial, hoy enfrentados a diversos sectores de inconformes, rebeldes o a organizaciones sociales y grupos opositores. Hay que recordar que se fueron gestando como tales a lo largo de las conversaciones de San Andrés, pues cada vez que allí se establecían acuerdos o avances mínimos, la policía estatal ejecutaba acciones de desalojo, crímenes de indígenas y campesinos, desaparición sistemática de pruebas en el lugar de los hechos y toda clase de provocaciones destinadas a sabotear los esfuerzos de paz. El objetivo de esta política fríamente planificada --exacerbada aún más después de la negativa del gobierno federal a cumplir los acuerdos que firmara en San Andrés hace 22 meses-- es destruir por medio del terror el apoyo real o simbólico a una fuerza insurgente surgida hace cuatro años y que por ley ha sido reconocida en su existencia y ``en la justeza de las causas que la llevaron a inconformarse''.
Y es que en el pecado se lleva la penitencia, pues esta cesión del monopolio de la fuerza debilita al propio sistema, lo deslegitima y lo hace perder el control de un ``aparato paralelo'' que una vez echado a andar adquiere una dinámica propia y en espiral. Estas bandas poseen mandos regionales, muchos de ellos identificados, pero que operan en la impunidad que les ofrece el propio sistema sin someterse del todo a las autoridades jerárquicas institucionales. Su eficacia --enseñada por los manuales estadunidenses de contrainsurgencia-- se basa en ``acciones fulminantes de corto plazo'', usando armas de alto poder --de uso exclusivo de las fuerzas armadas-- y una violencia extrema que es producto del entrenamiento que hoy reciben algunos miembros de la policía y el Ejército en Estados Unidos, Israel, Panamá y Guatemala. Entrenamiento que ha mostrado sus frutos sangrientos en el aumento exponencial de la violencia a los derechos humanos, en actos insólitos de tortura y desapariciones a lo largo y ancho del país. La sola existencia de esta red criminal paralela constituye además una invitación abierta a que cualquiera ejerza acciones de castigo, seguridad, policía o justicia por propia mano, pues las mismas instituciones que la prohijan son incapaces ya de cumplir sus deberes constitucionales mínimos. Esta respuesta militar diferida, y de la que nadie responde, ha tendido así a rebasar las limitaciones de la ``ética de la guerra'' mediante la realización de acciones contra la población civil sospechosa de apoyar al EZLN, en un proceso creciente de deterioro de las formas de hacer la guerra. La ausencia de un discurso político público que pueda justificar el asesinato de civiles, hace que el esfuerzo de ganar apoyo de la población sea remplazado por su contrario: el de generar el terror en su seno. Para ello, los actos más sangrientos pueden parecer los más eficaces en la lucha por el control de la población civil.
Para colmo, el marco regional en que esto ocurre propicia esta descomposición y desgarramiento del orden establecido, pues la región se halla fuera del pacto federal desde hace muchos años. Chiapas es una regencia tácita que se halla absolutamente al margen de los cambios que la sociedad ha forzado en todo el país, como lo fuera durante el régimen militar de excepción establecido por Carranza entre 1914 y 1920. Los chiapanecos (y no sólo los indios) carecen en lo general de derechos políticos y son considerados menores de edad, dado que desde hace muchos años --por lo menos desde fines de los setenta-- no tienen el derecho a elegir a sus gobernadores. Los últimos regentes locales son fichas extraídas de las peores áreas del deteriorado partido de Estado --de sus amplios sótanos de corrupción e impunidad-- y colocados allí con el apoyo de los grupos locales de poder. Y como estos regentes deben su puesto al señor Presidente en turno, buscan --y generalmente obtienen-- márgenes de impunidad con el apoyo del gobierno federal. Esto explica claramente la manera brutalmente represiva como ejercen el poder, la política de exterminio, intolerancia y represión contra cualquier opositor, el gasto social entregado de manera facciosa a los miembros del partido oficial, la creciente impunidad de los alcaldes, las políticas municipales, judiciales y de seguridad pública, así como de los tribunales y organismos estatales de ``derechos humanos'': que avalan y justifican todas estas acciones, en una red que llega hasta los últimos rincones en donde el poder caciquil y la ``discrecionalidad'' lo permiten.
Restablecer en Chiapas el estado de derecho es cada día más difícil, la madeja se ha seguido enredando y nuevos actores han aparecido en el escenario de la contrainsurgencia. La desaparición de poderes, la renuncia del secretario de Gobernación, el castigo a los responsables, el establecimiento de un Legislativo y un Judicial autónomos serían apenas la condición necesaria para reanudar el diálogo interrumpido para permitir --por fin-- que los chiapanecos elijan un gobernador y participen también en la solución de sus conflictos. La masacre de Acteal --el Sabra y Chatila de nuestra guerra sucia-- puede ser la encrucijada que nos obligue a escoger entre la ruta de violencia ya recorrida por otros países de América Latina, o el de un gobierno que asuma su responsabilidad y se coloque en el centro de una necesaria y urgente transición pacífica a la democracia en todo el país. Esta última opción resultaría mucho menos costosa en términos sociales y económicos que el excesivo gasto militar que el gobierno de Zedillo ha emprendido desde 1995, pues el camino de la violencia institucional no conducirá a la paz sino a la guerra civil. Acelerar la transición y lograr consensos es mucho más viable y barato que el sendero que comienza en Acteal y termina en el abismo...