Un gobierno electo por vez primera en la larga historia de la ciudad de México debe empezar de manera diferente respecto de estilos y decisiones que han marcado los tiempos pasados de las regencias.
Hay cambios e innovaciones obligados en los distintos órdenes de la vida política y social, pero también, de manera especial, en el ámbito económico, como es el caso de la deuda pública del Distrito Federal.
Las versiones sobre este tema crucial para el funcionamiento presente y futuro de la ciudad, se contraponen. Una, la del equipo saliente, que sostiene la factibilidad de pagarla, contraría la visión de un endeudamiento que arriesga las finanzas públicas al extremo de la insolvencia, de acuerdo al análisis del gobierno entrante.
Si se hacen bien las cuentas, es evidente y demostrable, que la deuda actual representa una pesada carga financiera de 13 mil millones de pesos que en sí misma impide o desaconseja la contratación de otros créditos, pues de hacerse podría llegar este mismo año a 20 mil millones, tope aprobado por la anterior LVI Legislatura de la Cámara de Diputados, o peor aún hasta 33 mil millones en el año 2000, según estimaciones de la administración saliente.
Pero más allá de estas cifras y criterios cuantitativos, el gran significado reside en el voto ciudadano del 6 de julio que establece otro punto de partida, al romper con el autoritarismo presidencial que siempre impuso endeudamientos a la regencia en turno; ciudadanía que rechaza un federalismo designal como ocurre con el Distrito Federal, cuya aportación es mayor a lo que recibe recíprocamente en términos fiscales y presupuestales; y porque se expresó de manera contundente contra el actual modelo económico, incluida la abrumadora deuda nacional.
La ciudad y todos los mexicanos queremos finanzas sanas, un federalismo equitativo y no más deudas. El centralismo político excesivo es lo que ha provocado la macrocefalia de esta enorme urbe y sus costos pesan sobre todos los mexicanos, lo cual ha distorsionado el pacto de la Unión.
Las preguntas afloran: ¿por qué heredar una deuda ordenada y asumida históricamente por el Ejecutivo federal?; ¿por qué tiene que pagar la ciudad si una parte importante de estos préstamos han apoyado obras de carácter federal?; ¿por qué pagar estos créditos que no fueron consultados ni explicados a la ciudadanía?
La respuesta le corresponde ahora al presidente Zedillo y no podría ser otra que la de liberar al nuevo gobierno, electo por la mayoría de su población, que no tiene ninguna responsabilidad de las malas decisiones que se hayan adoptado bajo la férula del presidencialismo, de dispendios e irresponsabilidad en cuanto al manejo de los recursos públicos de ninguna de las administraciones pasadas o de diputados sometidos a la voluntad presidencial.
Si esa visión debe prevalecer en relación a endeudamientos pasados, con mayor razón en las decisiones futuras que debieran al menos considerar criterios como el hecho de que muchas de las obras públicas del Distrito Federal benefician a diversas entidades federativas, relevantemente al estado de México; el ajuste en cuanto a las aportaciones federales y la de valorar el costo que representan la estancia de la sede de los Poderes de la Federación.
Bajo estas condiciones, el endeudamiento que pudiera darse en el plazo inmediato sería mucho menor y desde luego manejable al que la inercia autoritaria, caprichosa, irresponsable e insensible del sistema presidencial asesta a cada uno de los ciudadanos de la capital de la República.
Se han emitido hasta amenazas por parte del Presidente, en el sentido que de bajar el IVA disminuirán los recursos en el Distrito Federal e incluso se llegó a la absurda acusación, de una ofensiva del Partido de la Revolución Democrática en contra de Cuauhtémoc Cárdenas.
Si alguien insiste en condenar a la ciudad a deudas impagables, hagamos entonces el primer plebiscito como ya lo permite el nuevo Estatuto de Gobierno del Distrito Federal. Ahí descubriríamos quién se atreve a oponerse a los millones de ciudadanos que vivimos en esta gran ciudad.