Debemos entender que la democracia y el pretendido ``desarrollo'' en esta nación serán imposibles mientras no se pueda ofrecer un mínimo de garantías y de oportunidades a todos los mexicanos. Y es que, junto al México urbano que logró avanzar en las elecciones de 1997, existen muchas regiones del país en las que han prevalecido relaciones de producción y de poder tan antiguas, que se sustentan en el uso constante de la violencia. Parece absurdo que a fines del milenio y después de tantas y tantas reformas electorales, los poderes locales, casi siempre ligados al PRI, tengan la necesidad de atropellar a los grupos más desprotegidos de la sociedad para encontrar su razón de ser.
El 22 de diciembre, grupos armados atacaron a los campesinos ``zapatistas'' refugiados en Acteal, municipio de Chenalhó, dejando por lo menos 25 heridos de bala y ``muchos muertos'' (La Jornada, 23 de diciembre de 1997). En Oaxaca, el 24 de abril fue asesinado Selerino
Jiménez Almaraz, de Santa María Jalatengo, municipio de San Mateo Río Hondo. Dos días después permitieron que su esposa fuera a Pochutla a reconocer el cadáver. ``El cuerpo presentaba múltiples golpes y cortes de navaja, muestras evidentes de la tortura a que habían sometido a mi esposo. Sus órganos genitales habían sido mutilados'', declaración de María Estela García Ramírez fechada el 20 de mayo de 1997, dirigida a la CNDH. Además, le cobraban 2 mil 500 pesos por llevar el cadáver a su casa.
Con el pretexto de encontrar los vínculos entre los campesinos y el EPR, Loxicha, Oaxaca, se ha convertido en una de las regiones más reprimidas y militarizadas del país (La Jornada, 7-XII-1997, p. 6). En Guerrero, dos mujeres tlapanecas fueron violadas en presencia de sus esposos, quienes además de golpeados fueron llevados a prisión (La Jornada, 11-XII-1997, p. 43).
La enumeración de casos similares podría llenar muchas planas; los asesinatos, las persecuciones, la tortura de que son víctima los mexicanos más pobres y más indefensos son una realidad cotidiana. La clave de su eficacia es la impunidad de la que gozan los grupos armados, sean miembros del Ejército, policías o paramilitares, lo que significa en otras palabras la inexistencia del estado de derecho.
¿Quién puede pensar en construir el México del próximo milenio sobre estas relaciones de poder? ¿Hasta cuándo podrán conservar su impunidad? ¿Es que los dirigentes del partido en el poder no se dan cuenta de que en la medida en que gane la democratización en el medio urbano, tendrán que cambiar también las relaciones políticas en el medio rural?
Las opciones para las regiones indígenas de Oaxaca, Guerrero, San Luis Potosí, Hidalgo, Nayarit, Michoacán y, sobre todo, Chiapas están en impulsar el cambio permitiendo la renovación de los dirigentes priístas y practicando la tolerancia con la oposición; o bien, defender a toda costa los intereses de esos grupos que le han dado sustento en el pasado, generando una escalada de violencia muy prolongada que afectará a todos los mexicanos, pero que a la postre no tendrá cabida en el próximo milenio.
Chiapas se distingue de otras entidades de la República porque esas estructuras antiguas de poder no están confinadas a las regiones indígenas, sino que atraviesan toda la sociedad y el gobierno local. Ahí el PRI para ``modernizarse'' tendría que deshacerse de una parte muy importante de su dirigencia y romper los vínculos entre los caciques, sus guardias blancas y el gobierno. Posiblemente eso explique mejor la guerra indígena, porque ahí no hay intermediarios políticos válidos. Los caciques, los priístas, los gobernantes, todos están demasiado cerca unos de otros; cambiarlos significa renovar los poderes locales y federales de la entidad.
Pero el problema no es sólo de Chiapas, ya que como ha dicho el subcomandante Marcos, la ley respecto de la velocidad de la columna guerrillera se aplica a la capacidad de desarrollo de un país; ``una columna guerrillera es tan rápida como su hombre más lento'' (Andrés Oppenheimer, México: en la frontera del caos, Javier Vergara Editor, México, 1996, p. 73).