La Jornada miércoles 31 de diciembre de 1997

Luis Linares Zapata
Descobijados

Con la detención de los inculpados directos en la matanza de Acteal quedaron al descubierto temibles realidades que, de varias maneras, la versión oficial quiso mantener en la oscuridad. La existencia de grupos civiles armados, o de paramilitares, como los califica una visión diferente, tocó de pronto la luz pública y, por tanto, el reconocimiento formal se hizo inevitable. Hasta antes de las atrocidades inenarrables del 22 de diciembre, tales grupos eran sólo abundantes referencias en estudios interesados, relatos de periodistas ideologizados, actos difamatorios del EZLN o la mala fe de algunos observadores alarmistas, como se dio por llamárseles en la jerga del oficialismo. Simplemente no se señalaba, con tal figura (paramilitares, guardias blancas), una temible y dislocadora manera con la que se defienden intereses precisos en la misma base y los contornos de la acelerada descomposición que padece Chiapas en su vida organizada.

Una vez que tales cuerpos de represores y asesinos entrenados, pretendidamente para la autodefensa ante el avance de las llamadas bases zapatistas, se presentan en relieve y de cara completa ante la atónita, ultrajada e indignada ciudadanía, se desata una cadena de sucesos interconectados que son fáciles de apreciar. Las implicaciones de un hecho de tal magnitud no se extinguirán con la simple remoción de funcionarios afectados y obligarán a meditar el proceso decisorio entero que los acomoda, explica y hace posible. Es decir, se tendrá que enjuiciar también la estrategia --si la hay-- y la táctica para enfrentar el problema y conflicto chiapaneco desde una perspectiva amplia, aceptable y justa para todos los actores y no sólo para el gobierno y su muy escasa base de sustentación en ese estado.

Los paramilitares eran una ominosa certeza para aquellos que les temían, fatal consecuencia para los que cayeron acribillados por su alevosa ferocidad y un sujeto de denuncia y hasta de estudio y localización pormenorizada por académicos, por los críticos, los clérigos que inevitablemente se los topan en su diario trajinar por esas tierras y simples observadores que por ahí osaban pasar. Sólo en la versión oficial no se podían admitir tales materializaciones de una manera soterrada de hacer la guerra, una guerra por demás sucia y injusta con el pueblo. El riesgo de aceptarlos era grande y el proceso siguiente sólo parará en las páginas de nuestra historia reciente. La admisión oficial califica entonces al gobierno local, en este caso a los munícipes donde pululan y desarrollan sus tareas sangrientas, de cabildos criminales. El Estado siciliano viene a la mente, como también acuden a la memoria de los horrores las milicias y bandas de los actuales Balcanes.

Pero un cabildo no puede maniobrar aislado con semejante impunidad. Una sombrilla protectora debe ser levantada sobre ellos para darles soporte económico, conocimientos prácticos, utilidad política y sentido militar malévolo. No es concebible que en un estado como Chiapas, por completo ocupado por el Ejército (con sus miles de efectivos) y los vastos conjuntos policiacos de toda índole, incluyendo los servicios de información federales, se desconozcan no sólo el modus operandi, sino el nombre y apellidos de cada uno de los integrantes, el tipo de armamento, sus recursos financieros, la escalera de mandos y los lugares de sus prácticas y rutinas de entrenamiento. Simplemente los soslayaban del ámbito público por obedecer a motivos ulteriores y porque su clandestinidad era cómoda y la resultante de una concepción del problema chiapaneco y de las soluciones planteadas para éste.

Con los paramilitares están conectados, de manera orgánica e inevitable, los cuerpos de seguridad del Estado, así como éstos lo están con el Ejército, la élite local y la burocracia estatal. Pero la vertiente política exige, además, exponer las cadenas partidarias y sus coaliciones de apoyo que les acerquen brazos desocupados, manos ansiosas y dedos de gatilleros. Para mostrar voluntad verdadera, el gobierno federal debe admitir sus errores, castigar a sus partes que mayor contaminación sufrieron, rectificar sus tácticas a la luz de una visión humana y honesta para buscar, con sencillez y ánimo justiciero, las salidas que allí han estado aguardando desde el inicio del conflicto o desde hace ya muchos, innumerables años de angustias y penas de los indios chiapanecos.