Horacio Labastida
México en crisis

Unos cuantos hechos muestran la profundidad de la crisis en que se halla inmerso el país. Las autoridades fueron avisadas del riesgo que rodeaba a los refugiados de Acteal; en la zona hay cientos de soldados y eran hartos los síntomas de la preparación y pronta ejecución de la masacre, datos seguramente detectados por los sistemas de inteligencia chiapanecos. Y sin embargo, ninguna autoridad impidió la trágica carnicería de Chenalhó, cuya furia transformó en cetros de guerra los fetos extraídos del vientre de las mujeres embarazadas. Naturalmente las víctimas fueron niños y mujeres, con la excepción de nueve varones.

Las versiones recogidas en torno de la masacre, acreditan que los genocidas dispararon armas de alto poder y se desplegaron de acuerdo con tácticas propias de la guerra de baja intensidad. El crimen sobrepasa, sin duda, la figura que Lombroso describiera como de brutal ferocidad, y nada podrá ocultarlo a los ojos del pueblo.

El otro hecho es igualmente horroroso. En Pohló, generoso poblado que comparte el pan con los refugiados de Acteal, un padre contempló la agonía de su bebé, sin recibir ayuda alguna. El recién nacido murió, fue envuelto con algunas piltrafas y enterrado en el agujero que el padre cavó con sus propias manos.

¿Cómo es posible que puedan ocurrir tan bochornosos, previsibles y anunciados hechos al margen de quienes, por sus facultades legales, deben evitarlos? ¿Cómo es posible que mueran los bebés rodeados de la misma indiferencia con que se contemplan los hechos cotidianos? La respuesta no es ambigua; hay que encontrarla en las aguas procelosas de las crisis que perturban y oscurecen las luces de la conciencia nacional.

Una vez que los insurrectos de Agua Prieta tomaron el poder apenas cuatro años de promulgada la Constitución de 1917, inicióse el crecimiento del presidencialismo autoritario que desde entonces quebranta y destruye el orden moral y legal creado por la Revolución, cuya principal meta era la edificación de una república legítima, soberana, democrática, justa e inclinada a la protección de las mayorías frente al acoso y expoliación de las minorías acaudaladas. Esta es la concepción política que ha sido tergiversada en los años posbélicos.

Ninguna ingenuidad inspiró la decisión de Alvaro Obregón ante el dilema que le planteó Washington: no reconocimiento o violación del derecho nacional a los recursos del subsuelo. El caudillo de Navojoa optó por el segundo término del dilema, y a partir de entonces la Carta Magna y sus ideales quedaron relegados por un poder de facto que rápidamente se erigió en dueño y señor de la patria. La verdad está sobre el tapete del juego.

En lugar de hacer valer los derechos soberanos por sobre las presiones del poderoso Tío Sam, urgido de acumular en su favor la enorme producción de la faja de oro tamaulipeca, decidió conservar el poder poniéndose al servicio de la élite dominante, a pesar de las enérgicas protestas de una oposición inconforme con un gobierno arbitrario y ajeno a las aspiraciones revolucionarias. Una vez que concluyó la excepcional administración de Lázaro Cárdenas y su heroico esfuerzo por reactivar la vigencia de los mandamientos constitucionales, el presidencialismo autoritario perfeccionaría sus operaciones corporativizando casi totalmente las energías colectivas. Corporativizar quiere decir sujetar la pluralidad de las decisiones públicas a una sola decisión suprema, la del Presidente como director político de los intereses económicamente hegemónicos, encauzando así la marcha del país conforme a los convenios tomados en la cúspide de la pirámide social. Es decir, la fuente de la crisis está en la recia concentración de la autoridad y la economía en una apretada minoría formada por el gobierno de facto y de grandes empresas nacionales y trasnacionales.

Esa es la estructura económico-política que por su propia necesidad lógica de desarrollo ha roto las posibilidades de una economía próspera y equitativa, la independencia de los poderes, la realidad de la democracia, la libre autodeterminación soberana y consecuentemente el Estado de derecho, estructura infiltrada además por extensas redes de una corrupción que bloquea de mil maneras los no pocos esfuerzos que la población lleva a cabo para reubicar a la República en sus cimentaciones morales y jurídicas.

Si ahora enlazamos las tragedias de Chenalhó y Polhó con la crisis en que nos hallamos, no resulta difícil comprender las causas que indujeron tan repugnantes y condenables hechos. ¿Acaso no estamos frente a un magno y desgarrador enigma?