Pablo Gómez
Camino de violencia

La política del poder central ha perfilado un camino de violencia en Chiapas. El movimiento revolucionario de esa entidad ha sido contenido y golpeado a través de una alianza entre el gobierno federal y los grupos locales de poder, quienes encarnan la opresión, el racismo y la expoliación de la mayoría de los chiapanecos.

La rebelión de 1994 fue un resultado de 20 años de lucha en favor del establecimiento de un nuevo régimen político, y de unas reformas sociales capaces de remontar aquel sistema obsoleto de injusticias abrumadoras. La respuesta del poder a esa rebelión no ha sido enteramente diferente a la vieja conducta de los arcaicos grupos de poder en el estado. Así, mientras la suspensión de la guerra era necesaria debido a la exigencia nacional, las prácticas de represión al movimiento revolucionario se convirtieron en claras tácticas contrainsurgentes con el propósito de aislar y desarticular la acción de los rebeldes: éste ha sido el camino que condujo a Chenalhó.

El EZLN carece de suficiente fuerza militar para llevar adelante la rebelión mediante los fusiles, por lo que basa gran parte de su fuerza en la organización civil, social y comunitaria, tal como lo hacen las otras fuerzas revolucionarias de la entidad. El gobierno federal, por su parte, puede aplastar con el Ejército a los rebeldes, pero no podría justificar tal acción violenta a los ojos del país, por lo que busca otros medios violentos mediante la división de las comunidades, el armamento de bandas priístas, la presión brutal sobre la sociedad rural y el fortalecimiento de los agrupamientos reaccionarios que se oponen a los cambios políticos y sociales.

El secretario de Gobernación expresa con claridad esta política del poder. Su más reciente planteamiento consiste en desarmar a los llamados grupos paramilitares, es decir, a ese partido político armado que lleva el nombre de PRI en amplias zonas rurales de Chiapas, siempre que también se desarme el EZLN. Con esta posición, el camino de la paz está cerrado, pues mientras los rebeldes cuentan con un reconocimiento legal como tales y existe un mandato jurídico para negociar la solución del conflicto, los grupos priístas son contrainsurgentes por cuenta del gobierno mismo; son instrumentos de acción ilegal contra la rebelión, con lo cual el poder se ubica al margen de la ley.

Emilio Chuayfett conduce la política en Chiapas de tal manera que, en lugar de dar respuestas, presenta preguntas; en vez de hacer propuestas, plantea condiciones. Hasta cierto punto, es explicable que el Presidente le confíe las operaciones a su secretario de Gobernación, pero el camino de violencia que éste abre todos los días es por completo responsabilidad presidencial.

Los miles de refugiados que existen en Chiapas --familias que han tenido que abandonar sus viviendas y sus tierras-- expresan el sentido y alcance de las acciones contrainsurgentes, de tal manera que el gobierno es el principal promotor conciente de este fenómeno. Desarticular las comunidades donde se alberga la rebelión en sus facetas no directamente militares, es el principal objetivo de la política del gobierno; éste cree que con eso se detiene el movimiento revolucionario. Esta opción, sin embargo, es falsa: la revolución en Chiapas irá adelante de todas formas pues se trata de un fenómeno social, cultural y político de gran permanencia en casi todo el tejido social chiapaneco.

Una solución pacífica implicaría necesariamente la rearticulación básica del poder en la entidad, ya que con la situación política actual no es posible siquiera una negociación verdadera. En realidad, en Chiapas no se ha negociado nada, pues los acuerdos de San Andrés se refieren a derechos generales de los indios de todo el país, pero no tocan los problemas sociales y políticos chiapanecos.

Como están las cosas, en Chiapas no puede gobernar ningún partido solo. Se requiere un acuerdo para integrar un gobierno de transición capaz de entrar en relación con todos los agrupamientos políticos y sociales, con base en la realización de reformas de carácter social. Mientras esto no ocurra, el gobierno federal seguirá abrazando las opciones falsas, como la de los grupos paramilitares, el soborno de partes débiles de las comunidades indias a través de los fondos de ``combate a la pobreza'' y otros más, la división de los poblados y el enfrentamiento violento de los campesinos paupérrimos.

Hoy, el camino de la violencia emprendido por el gobierno de Ernesto Zedillo no conduce a la derrota del movimiento revolucionario, pues no puede incluir una acción armada generalizada para aplastar al EZLN, pero provoca un inmenso sufrimiento de la población civil, no solamente de los simpatizantes de los rebeldes sino de otros muchos. Es el camino de los chenalhós, con su reguero de sangre, enfermedad y pobreza.

Avanzar hacia una solución de carácter político es lo que la sociedad nacional debería exigir.