Emilio Pradilla Cobos
La senda de la violencia

El martes 23 de diciembre leímos con horror e indignación la noticia de la masacre ejecutada por un grupo paramilitar en Acteal, Chenalhó, Chiapas, en la que fueron salvajemente asesinados 45 hombres, mujeres y niños indígenas, y heridos muchos más. Era la crónica de un genocidio, anunciado por muchos otros actos de opresión y violencia contra comunidades indígenas de ese estado. A pesar de sus particularidades, no se trata de un hecho aislado; es parte de una escalada de violencia que sacude al campo y las ciudades mexicanas, incluida la metrópolis capitalina.

A la violencia cotidiana ejercida por individuos aislados o bandas organizadas de delincuentes comunes y narcotraficantes, que sobrecoge a los habitantes de la ciudad de México y otras del país, hay que sumar diversos actos masivos pasados o recientes que parecen marcar un camino a la generalización de la violencia: la masacre de Aguas Blancas, Guerrero, cometida en 1995 por policías locales; el secuestro y asesinato de los jóvenes de la colonia Buenos Aires por policías del Distrito Federal; el secuestro y tortura de jóvenes y asesinato de uno de ellos en Ocotlán, Jalisco, por soldados y oficiales del Ejército mexicano; las decenas de mujeres violadas y asesinadas en Ciudad Juárez; y muchos otros que en condiciones distintas, con actores diferentes, se cometen a diario en el territorio mexicano.

Aunque no es posible generalizar sus características, motivaciones o actores, encontramos algunos rasgos generales que podrían configurar un peligroso estado de violencia social en campos y ciudades. En el campo, las víctimas preferidas son los sectores más oprimidos y explotados: los indígenas y campesinos pobres que reclaman o defienden el derecho al trabajo, la dignidad y la vida. Sus victimarios son grupos de asesinos entrenados y pagados por los explotadores, opresores y expropiadores, que inexplicablemente operan con libertad, o policías bajo el mando de los caciques políticos locales o regionales. En las ciudades, toda la sociedad se enfrenta al fuego cruzado de asaltantes individuales y de ocasión, bandas organizadas y profesionales, gatilleros a sueldo del narcotráfico, o ``agentes del orden'' que usan ilegalmente su investidura para secuestrar, torturar o asesinar por una u otra espuria razón.

Ante esta escalada de violencia, las instituciones estatales aparecen impotentes o incapaces, tolerantes o encubridoras; la justicia, que parece ser ciega, sorda, muda, coja y manca, deja impune la mayoría de los crímenes, protege a los acusados poderosos y deja indefensos a los pobres. El mayor presupuesto para seguridad pública, los nuevos cuerpos policiacos, el armamento moderno, la reorganización institucional y las leyes más duras no aportan resultados.

Por su parte, la sociedad se encierra en sí misma y sobrevive en la desinformación voluntaria; se protege con rejas, cierra calles y fraccionamientos con muros, y contrata dudosas policías privadas o guaruras para su defensa individual o grupal. La sociedad y sus instituciones se conservadurizan; se pretende justificar socialmente la represión indiscriminada, y se acusa a los defensores de derechos humanos, por lo que la democracia real y cotidiana se aleja del horizonte.

Muchos elementos de la estructura social entran en juego en este proceso: el viejo régimen político autoritario que se niega a morir y recurre a todo para mantener sus privilegios; el gran poder económico que expolia a la sociedad para mantener su acumulación; la especulación generalizada como forma de enriquecimiento rápido; las mafias organizadas para lucrar en y con la ilegalidad; la corrupción como herramienta política y económica; el empobrecimiento creciente derivado de una política económica que degrada el salario y aumenta el desempleo, aportando mano de obra barata a la delincuencia; un sistema educativo insuficiente e ineficiente, que no forma adecuadamente para el trabajo productivo, la vida colectiva solidaria y la transformación social; la falta de alternativas de futuro para muchos, y el alcohol y la droga como válvulas de escape; la cultura violenta difundida por los medios de comunicación masiva; y la ideología individualista que se rige por el lema de la mayor ganancia al menor costo, y lo justifica todo por el mercado.

La sociedad civil y sus organizaciones están obligadas a encontrar caminos democráticos para realizar los cambios económicos, sociales, políticos y culturales necesarios para revertir este proceso hacia la violencia, reformando al Estado para que sea su ejecutor. No debe permitir que sigamos por la misma senda que otros países hermanos han recorrido por décadas, pues hoy están atrapados en la violencia y sin salida.

Algo inaplazable es frenar la violencia contra los indígenas, devolver la paz a sus comunidades y establecer un Estado de derecho y una política económica que los saque del atraso y la opresión en que han vivido 500 años. Por ello, es obligación inaplazable del gobierno actual cumplir plenamente los Acuerdos de San Andrés Larráinzar.