Desde hace 30 años, el 1o. de enero es para los católicos y hombres todos de buena voluntad una ocasión para celebrar una Jornada Mundial de la Paz, como esperanza y deseo de que la paz ``domine el desarrollo de los eventos futuros'' (AAS 59, 1967, p.1098). Imposible no pensar este año en las circunstancias comprometedoras de la paz en nuestro país, sobre todo cuando hace una semana el propio Juan Pablo II las denunció mundialmente desde el Vaticano; y, sorprendida, la Conferencia Nacional de Obispos Católicos de Estados Unidos las inscribe entre las ``horribles atrocidades de innumerables guerras, genocidios y masacres'' que se han producido en este siglo que fenece. Siguen siendo, sin embargo, contradictorias y contrastantes con la realidad las escasas informaciones, que quizás aprovechando las vacaciones de fin de año nos dan las autoridades acerca del conflicto en Chiapas, luego del macabro símbolo del genocidio en Chenalhó. Tal parece que a pesar de todas las evidencias, que de diferentes modos las responsabilizan directa e indirectamente como generadoras y propiciadoras de la inestabilidad social, la división y los enfrentamientos entre miembros de una misma nación, e incluso de una misma etnia, no se han decidido todavía a buscar verdaderamente los caminos de la paz, como se lo exigió la inmensa mayoría de los mexicanos.
Desde nuestra conciencia cristiana, ello nos hace pensar con preocupación en su determinación de imponernos un sustituto de paz, una paz armada, la paz que históricamente siempre impusieron los poderosos sobre los débiles, y no la que es fruto de la justicia, como lo demanda la moral, la historia de México y el más elemental sentido humano.
No entendemos por qué en medio del clamor nacional e internacional por una verdadera paz, se sigue aparentemente encubriendo a quienes organizan, pertrechan y garantizan impunidad a las bandas de paramilitares que actúan ilegalmente en aquel sufrido estado. No entendemos su pretendida justificación simétrica con las fuerzas del EZLN, luego que se ha prometido ``enviar señales políticas claras que confirmen la voluntad del gobierno federal para avanzar en la negociación y el diálogo''. No entendemos el incremento tan excesivo de fuerzas regulares del Ejército, y su voluntad de cercar y controlar a toda costa los mismos campamentos de refugiados. Sobre todo, no entendemos la manera procaz y descarada de mantener en alto la ``moral de las tropas'', a escasos días de los terribles hechos que nos pusieron en vergüenza a los ojos de toda la humanidad.
``Fidelia camina tímidamente a unos metros del camión de soldados. Su huipil de colores brilla tanto como sus ojos serios. Acariciando el cañón de su ametralladora desde arriba de un vehículo militar, un soldado de casco dice audiblemente: `Esa dice que quiere un hijo de soldado'. Sordamente sus compañeros celebran el chascarrillo, que por lo visto es popular entre la tropa. Este enviado lo escuchó otras dos veces. Una, dirigida a las estadunidenses que llegaron a Polhó; otra, a unas mujeres del Distrito Federal. Con voz tipluda un sargento entona el falsete: `yo quiero un hijo de soldado' '' (La Jornada, 31 de diciembre, 1997, p.4).
No entendemos por qué el gobierno no retira públicamente la iniciativa con la que hace un año violó flagrantemente sus compromisos contraídos en San Andrés Larráinzar, y se resiste por todos los medios a restablecer un auténtico Estado de derecho en Chiapas.
Para nosotros los cristianos, la paz es ante todo obra de justicia. ``Supone y exige la instauración de un orden justo, en el que los hombres puedan realizarse como hombres, en donde su dignidad sea respetada, sus legítimas aspiraciones satisfechas, su acceso a la verdad reconocido, su libertad personal garantizada. Un orden en el que los hombres no sean objeto, sino agentes de su propia historia'' (Conclusiones de la II CELAM, Medellín, Colombia, 1968, Paz, Núm.14).
Como desde la sociedad civil nacional se ha recordado en todos los tonos los últimos días, de esto es de lo que adolecen los indios de México, y desde luego de Chiapas.