En noviembre pasado viajé desde Alicante a Murcia para ver a Mario Benedetti, porque no habíamos podido encontrarnos todavía esa vez en España, y él volvería pronto a Uruguay. Esa noche tenía él un recital, y caminamos las pocas cuadras desde su hotel al auditorio del ayuntamiento donde iba a celebrarse el acto. Afuera, una multitud de jóvenes pugnaba por entrar, como he visto que ocurre a las puertas de las discotecas, y creí que el lugar no estaba abierto todavía; pero no tardé en darme cuenta que no había más lugares. La sala se encontraba completamente colmada de jóvenes también, muchachos y muchachas que esperaban en religioso silencio hasta que Mario subió al escenario y lo saludaron con una cerrada salva de aplausos.
El recital fue para mí una experiencia única. Los muchachos no sólo pedían a Mario que recitara poesías de amor para ellos conocidas, sino que coreaban pasajes de la lectura, como en los sábados de la televisión hace la multitud con los cantantes. Y entonces me di cuenta que la poesía, esa vieja entretenedora de amantes, está regresando en el mundo por sus fueros.
Ningún otro poeta más popular en nuestra historia que Pablo Neruda, como antes Rubén Darío, hasta el momento en que la poesía empezó a pasar de moda por un fenómeno de extinción del gusto apenas explicable. Popular Neruda entre los enamorados, en los internados escolares, y en las barberías. Un poeta que triunfa es el que pasa a la memoria, y es recitado en las mesas de cantina, sin equivocaciones, o como los jóvenes repiten los epigramas de Ernesto Cardenal, agregándolos también a sus declaraciones de amor. Pero un poeta triunfa más, todavía, cuando es plagiado, no por otros poetas de segunda, que es lo menos notable, sino por el enamorado ansioso de hacer creer a su dueña que el amor lo ha elevado a las cumbres de la inspiración más seductora, y toma prestado lo que le parece más efectivo, y convincente.
Ahora, un poeta que triunfa, como Benedetti, es el que puede ocupar con holgura el lugar de los baladistas en el corazón de los adolescentes, y robárselo entero. El y Cardenal han llenado también de jóvenes la estación de Mapocho, en Santiago de Chile, convertida en centro cultural. O como Jaime Sabines, que arrastra a los auditorios a los jóvenes que manosean sus libros hasta descuadernarlos, y compran sus discos.
Cantar, se decía antes; los poetas cantaban a la amada, y ése era el verdadero sentido de la poesía, la celebración de los desencuentros, de los amores imposibles, y la esperanza de la recompensa tras muchos trabajos de amor. La celebración de la vida. Por eso fue tan popular, como los tangos y los boleros. Y como las canciones, esta poesía que llega al territorio afectivo de los jóvenes, por muchos otros caminos inaccesible, es sencilla y llana, hecha de palabras simples, sin elevaciones estrambóticas, pero buscando el sentido siempre profundo de la vida.
Me di cuenta también de ese retorno, que espero sea aún más triunfal, al encontrar en una librería de Alcalá en Madrid, por primera vez en muchos años, libros de poesía entre las novedades editoriales. Por los últimos 30 años, al menos, los libros de poesía estuvieron confinados a la circulación clandestina, editados por las universidades o por la mano del autor; y escribir poesía pasó a estar tan fuera de moda, que no pocos poetas que conozco se pasaron a escribir lo más rentable hoy, que son las novelas; o lo que otorga más fama. En lugar de Darío célebre, está García Márquez célebre.
Pero no hay que equivocarse. Estos jóvenes que dejan la discoteca un sábado por la noche para hacer fila en la taquilla de un teatro donde se va a leer poesía, no han cambiado poesía por novela; no es esa la escogencia. Buscan un significado más allá de lo que la sociedad de consumo depara todos los días, y buscan respuestas. Empiezan a creer que los poetas pueden dárselas. Hay un vacío espiritual evidente en este fin de siglo, cuando todas las respuestas parecen haberse agotado, y no es escandaloso decir que esas repuestas están, otra vez en la obra misma del espíritu, la poesía la más enigmática, y quizás la mejor de ellas.
Lo que me apasiona es que sean jóvenes los actores de esta búsqueda, que es, en fin de cuentas, filosófica. No existe decadencia eterna, ni vacíos a largo plazo. Este fin de siglo, tan desamparado, dará paso a una nueva dimensión de valores, en el retorno del péndulo alejado ahora hacia el páramo. Y esa vuelta será una vuelta ética. La poesía puede encarnarla.