Han transcurrido las primeras 72 horas del año y el silencio envuelve, como una coraza impenetrable, la residencia oficial de Los Pinos. Contra su costumbre, el presidente Ernesto Zedillo no pronunció su tradicional mensaje de Navidad y tampoco ha aparecido ante las cámaras de televisión con motivo del inicio de 1998. Si esta ausencia prolongada resulta, por decir lo menos, inexplicable, otras omisiones empiezan a volverse inquietantes.
Desde el 31 de diciembre, a más tardar, la opinión pública nacional, pero sobre todo los inversionistas extranjeros esperaban el anuncio que revelaría quién ha de ser el nuevo secretario de Hacienda, en lugar de Guillermo Ortiz, que pasó a la dirección del Banco de México, a raíz de una orden presidencial cuya anticipación, probablemente, debe estar lamentando Zedillo.
El reemplazo de Ortiz en Hacienda iba a provocar, se sabía hace ya algunas semanas, una serie de movimientos dentro del gabinete. El gran favorito para tomar el revelo en la cartera más importante de la estrategia zedillista era José Angel Gurría, el pintoresco secretario de Relaciones Exteriores. Hoy, doce días después de la matanza de Acteal, Gurría tiene ante sí una crisis internacional de proporciones colosales, dominada por las expresiones de repudio contra el ``gobierno'' mexicano en Estados Unidos y, fundamentalmente, en Europa.
Tlatelolco, la oficina a cargo de Gurría, ha sido colocada en el centro de un torbellino que parece, con alta probabilidad, prefabricado a sabiendas, para impedir que el canciller abandone su puesto: en los próximos días y semanas, Relaciones Exteriores deberá interponer sus pobres y poco convincentes recursos, para frenar la ola de encendidas y justificadas protestas por el abominable crimen de Acteal... antes de enfrentar dos nuevas tormentas.
A saber: a finales de enero, el Departamento de Estado de EU presentará su informe anual sobre el estado que guardan los derechos humanos en todo el mundo, y vistas las cosas como están, sin duda habrá un enérgico reporte de condena sobre la evidente crisis de derechos humanos que vivimos en México. A continuación, entrado febrero, Tlatelolco se precipitará de cabeza en la lucha por la ``certificación'' de la política mexicana contra las drogas.
Con esa agenda tan compleja, que la masacre de Acteal vino a enredar mucho más, se antoja impensable que el Presidente disponga un cambio de mando en Tlatelolco, en momentos en que esa dependencia requiere de un operador bien familiarizado con los recovecos más íntimos y secretos de su oficina, en vez de un canciller improvisado a las carreras.
Favorito no sólo de Zedillo sino, y sobre todo, de los círculos políticos y financieros de Estados Unidos que lo hicieron acreedor al mote de Angel de la Dependencia, José Angel Gurría se preparaba a instalarse en la Secretaría de Hacienda y, de este modo, a inscribirse, en pool position, en el maratón por la Presidencia de la República. Si los abominables hechos del 22 de diciembre fueron concebidos y ejecutados con este cálculo en mente, allí, dice el tonto del pueblo, tenemos ya un móvil muy claro: Acteal sirvió, entre otras cosas, para sacar a Gurría de la lucha por la ``grande''.
El silencio de Los Pinos contrastado con el apabullante rumor de las modernas máquinas de guerra que zumban en Chiapas cada día con más fuerza sugiere que estamos ante una grave crisis del aparato del Estado. ¿Qué es lo que ahí se discute de espaldas a la opinión pública y en medio del más completo hermetismo? ¿Qué es lo que se está decidiendo?
Con los modestos ingenios de un periodista ajeno a los círculos palaciegos, pero atento a las mínimas huellas que deja la realidad sobre la vida cotidiana, el tonto del pueblo me expone el siguiente razonamiento para intentar demostrarme que, además de la de Chiapas, hay una guerra sucia, más oscura aún, en las borrascosas cumbres del régimen.
Fernando Gutiérrez Barrios fue secuestrado el martes 9 de diciembre, en la avenida Miguel Angel de Quevedo, por un comando especial que actuó con una rapidez, un profesionalismo y una limpieza impecables. El domingo 14, la revista Milenio publicó una nota brevísima, según la cual, a lo largo de esa misma semana, ``dos políticos, muy discretos, desayunaron dos veces junto al Parque Hundido: Esteban Moctezuma Barragán y Manlio Fabio Beltrones''.
Moctezuma Barragán fue el primer secretario de Gobernación de Zedillo y a la hora en que fue visto con Beltrones en el restaurante Konditori de la avenida Insurgentes Sur, todavía era secretario técnico del Consejo Político Nacional del PRI. Beltrones, que según diversas columnas periodísticas se aprestaba a sucederlo en ese puesto, había sido, hasta pocas semanas antes, gobernador de Sonora.
¿Cómo había alcanzado la gubernatura de Sonora? En primer lugar, gracias a la confianza que le dispensó Carlos Salinas y, en segundo, a causa del impulso que le dio Gutiérrez Barrios, entonces secretario de Gobernación de Salinas, que tenía a Beltrones, su hechura personal, como subsecretario.
El lunes 15 de diciembre, una semana antes de la matanza, Gutiérrez Barrios fue liberado a cambio una transacción económica que si de algo sirvió, fue para confirmar que el suyo había sido un secuestro político. El único efecto visible de este operativo fue que Beltrones declinó el honor de convertirse en secretario técnico del Consejo Político Nacional del PRI, cargo que Esteban Moctezuma entregó finalmente a Celso Humberto Delgado, ex gobernador de Nayarit y miembro del club jurásico del profesor Carlos Hank González.
Por cierto, al dejar el gobierno de Sonora, Beltrones había dicho a la prensa que pensaba buscar la candidatura del PRI a la Presidencia de la República. A la mejor fue por eso.
Carlos Hank González, ex gobernador del estado de México al igual que Emilio Chuayffet, ha demostrado en todo momento su adhesión a Roberto Madrazo Pintado, actual mandatario de Tabasco, y por ende, al grupo de gobernadores del sureste. Como máximo dinosaurio del viejo sistema político mexicano, Hank González posee honda influencia en Yucatán, Tabasco, Veracruz, Campeche, Quintana Roo y Chiapas, así como en la Secretaría de Gobernación del presidente Zedillo.
La matanza de Acteal, llevada a cabo para cerrarle el paso a Gurría, involucra de manera bastante obvia a dos distinguidos miembros de ese grupo: al gobernador de Chiapas, Julio César Ruiz Ferro, y al licenciado Chuayffet Chemor.
Desde el 22 de diciembre, La Jornada y el suplemento Masiosare han acumulado voluminosas evidencias que, al menos para la opinión pública nacional e internacional, abren dos líneas de investigación que apuntan a los palacios de Tuxtla Gutiérrez y de Bucareli. Los reportajes de Jesús Ramírez Cuevas en este diario prueban, con elocuencia, que la matanza fue ejecutada por un grupo paramilitar priísta, cuyos integrantes reconocieron ser miembros de ese partido; que la policía de Seguridad Pública del estado permaneció, a 300 metros de la matanza, haciendo disparos al aire y arrestando, incluso, a varias personas que se acercaron a denunciar los hechos y pedir auxilio.
Las notas del corresponsal Juan Balboa demuestran que el secretario general de Gobierno de Chiapas, Homero Tovilla, tuvo conocimiento de la masacre cuando ésta se iniciaba y nada hizo para impedirla; pero también, que el subsecretario de Gobierno, Uriel Jarquín, viajó a Acteal en horas de la noche y trató de ocultar los cadáveres.
Estos elementos serían bastantes para concluir que los principales operadores de Ruiz Ferro no son ajenos a la matanza. Pero la evidencia concluyente de que esa carnicería fue un crimen de Estado en toda la línea la aportó el número 6 de Masiosare, mediante un texto de Ramírez Cuevas, en el cual quedaron al desnudo las estructuras de la política de contrainsurgencia, basada en manuales de guerra de baja intensidad, diseñada por el ex comandante de la séptima Región Militar, general Mario Renán Castillo, y alimentada por recursos de la Secretaría de Desarrollo Social y todas las dependencias federales representadas en Chiapas.
Bajo la supervisión de Ruiz Ferro y del Centro de Investigaciones y Seguridad Nacional (de la Secretaría de Gobernación), en Chiapas fue creado el Consejo Estatal de Seguridad Pública, que a su vez se alimenta de los Consejos Municipales de Seguridad, cuya misión es proporcionar a Ruiz Ferro, y a la oficina de Chuayffet, información política detallada sobre movimientos disidentes y problemas en el PRI... para contrarrestar el apoyo social a los zapatistas y favorecer en todo momento al partido del régimen.
Por lo tanto, la matanza de Acteal debió ser aprobada por el Consejo Estatal de Seguridad Pública, una aseveración gravísima que, en medio del desorden que impera en las filas de Ruiz Ferro y de Chuayffet, no ha sido tomada en cuenta por los voceros de los asesinos.
¿Quién, de todos los funcionarios del régimen, ha sido el más perjudicado a causa de la matanza de Acteal? Evidentemente, el presidente Zedillo. La sangre de los niños descuartizados y acribillados en ese lugar echó por tierra su anteproyecto de tratado de libre comercio con la Unión Europea y, en esta medida, favoreció a los intereses comerciales de Estados Unidos, cuyo gobierno patrocina y ayuda a encubrir la guerra de baja intensidad en Chiapas.
Pero el Presidente no puede alegar que no lo sabía: la organización de cinco grupos paramilitares en Los Altos de Chiapas forma parte de la estrategia de guerra más violenta y agresiva de su mandato. Sin disparar un solo tiro, ha provocado que alrededor de 8 mil indígenas zapatistas y perredistas se encuentren muriendo de hambre y de frío en las montañas, y esta decisión de Estado le ha dado un salto de calidad al conflicto en términos estrictamente bélicos.
Hoy, Zedillo está atrapado en una crisis de gabinete de la que no podrá salir fortalecido si no ejerce toda la fuerza del Estado en contra de quienes destruyeron su política internacional, frustraron una vez más sus planes de gobierno, conspiraron en forma alevosa e irresponsable contra la precaria estabilidad política del país y ahora lo mantienen acosado en el silencio de Los Pinos, presionándolo para que cometa el peor error de su vida.
Al momento de cerrar estas líneas, llegan de Chiapas rumores escalofriantes: ayer, el Ejército implantó con violencia un campamento militar en X'oyep, donde viven mil 300 desplazados; ayer también, cientos de soldados incursionaron en las comunidades Nueva Esperanza y San Miguel Quiptic, del municipio de Altamirano. Ayer también, Paz y Justicia cobró una nueva víctima en Tila. Ayer también, mientras las tropas gubernamentales patrullan los caminos de la selva y esculcan incluso los bolsillos de la gente que detienen, los canales de la televisión chiapaneca transmiten reiteradas imágenes y boletines que
sólo hablan del Ejército, como si ya viviésemos en una dictadura militar. Y ayer también, los zapatistas de Oventic ordenaron la evacuación del campamento civil por la paz que forma un escudo humano en esas heladas nieblas.
Todo indica que en el silencio de Los Pinos si algo se está discutiendo, en el fondo de la crisis de gabinete de Zedillo, es cómo darle un golpe de muerte a esa larva endeble que llamamos ``la transición''. Pero también algo mucho más trascendente.
Si de la crisis emerge victoriosa la opción por la guerra, la gane o la pierda, el Ejército Mexicano se echará a cuestas un desprestigio que no desprenderá nunca de su imagen, devastada ya, por la corrupción de los políticos priístas. Si el viejo cálculo según el cual los zapatistas serían aplastados en tres días falla, el país dejará de estar bajo el control financiero, político y militar de quienes hoy, una vez más, apuestan a destruirlo. Si Estados Unidos se equivoca alentando una solución brutal en el sureste mexicano, y el conflicto político se traslada a los principales centros urbanos de la República, el golpe repercutirá en toda la estructura financiera del planeta y nadie será capaz de frenar las migraciones masivas hacia California, Nuevo México y Texas. En fin, de este lado, lo único que tenemos es la palabra.