Precedida de un enorme aparato publicitario que resume sus cualidades y atractivos (efectos especiales, elevados costos de producción -más de 200 millones de dólares-, meticulosa reconstrucción histórica, cinco años de preparación), Titanic, de James Cameron, es la película de catástrofes que registra y satisface algunas obsesiones y apetencias del público de los 90.
Es, en primer término, la trama sentimental que busca enaltecer y conferir dimensiones de épica humanista a una de las tragedias prevenibles más lamentables de historia: el accidente del colosal Titanic (60 mil toneladas de peso, 268 metros de longitud) y su hundimiento el 14 de abril de 1912, ocasionado por la negligencia de quienes lo hicieron navegar a una velocidad superior a la recomendada en las aguas heladas del Atlántico Norte, con un saldo de mil 500 muertes y 700 sobrevivientes. En segundo lugar, la cinta de Cameron es despliegue de glamur y alarde de recursos financieros en una suerte de remake de La última noche del Titanic (A night to remember, cinta inglesa de Roy Baker, 1958), o de Y el mar los devoró (Titanic, película norteamericana de Jean Negulesco, 1953).
Para realizar la aventura fílmica más costosa de la historia, se aprovecharon tecnologías avanzadas, se construyeron sets monumentales en Rosarito, Baja California, se emplearon cámaras especiales y se digitalizaron imágenes para garantizar un realismo mayor en las escenas del desastre. De la fidelidad a los hechos se encargaron el historiador Don Lynch y el artista ilustrador Ken Marschall, asesores de Cameron y autores del libro Titanic: una historia ilustrada.
James Cameron, estupendo director de películas de acción, acepta aquí el reto estilístico de evocar nuevamente el célebre suceso histórico -puesto a la moda con el descubrimiento de los restos del Titanic, en 1985, por la expedición de Robert Ballard- a través de la reconstrucción ``crítica'' de una época, de la descripción del mundo de la aristocracia anglosajona de principios de siglo, en un espacio cerrado, con sus manías y obsesiones, sus intereses y sus implacables códigos de clase y etiqueta. (Como un Scorsese que transita de Buenos muchachos a La edad de la inocencia).
En ese marco social Cameron coloca la figura convencional de un amor juvenil contrariado por las diferencias sociales, una suerte de Romeo y Julieta con la proa de un barco remplazando la escenografía del balcón. Leonardo DiCaprio y Kate Winslet interpretan a la última pareja romántica, emblema del desafío social y del idealismo amoroso. En este microcosmos social condenado a la fatalidad, ellos exponen, de manera muy previsible, la decadencia moral de las altas esferas y la nobleza de los inmigrantes menesterosos atrapados en el vientre de la ballena metálica, y proponen, naturalmente, la fábula de su amor invencible y puro.
El intento de crítica social se diluye en el contraste mecánico, efectista, de quienes detentan el poder económico y de la gente pobre que continuamente se ve despreciada por la arrogancia de los poderosos. Y aunque en los hechos reales la mayoría de los sobrevivientes sí fueron mujeres, niños y ancianos de posición acomodada, la película subraya demasiado, en imágenes lastimeras, la condición de víctimas de los desposeídos. El melodrama social resulta así más pesado que el tibio tratamiento sentimental de la anciana centenaria que nostálgica evoca un viejo entusiasmo y una pérdida amorosa.
En esta crónica mundana que ocupa más de dos terceras partes de la cinta de tres horas, sobresalen los personajes que interpretan Kathy Bates (la millonaria pintoresca Molly Brown, llamada la insumergible), Kate Winslet (una Rose de Witt traviesa y altiva), Billy Zane (Cal Hockley, el villano aristócrata), y el propio DiCaprio (Jack Wade, suerte de aventurero en algún relato de Jack London). La calidad del reparto no disimula, sin embargo, las limitaciones en el esfuerzo de Cameron al abordar, de manera muy especial, los temas de la desigualdad social y la pasión amorosa. Nada en su filmografía (Aliens, Terminator, Mentiras verdaderas, El secreto del abismo) permitía suponer en el cineasta dotes de observación social, y nada en el resultado de esta cinta permite tampoco suponer que las haya adquirido.
Lo que sí es irrefutable es su maestría en el manejo de la acción, el suspenso y los efectos especiales. Despojado de la retórica sentimental que el director ha querido imprimirle a la cinta (``Titanic no sólo es un cuento precautorio, un mito, una parábola, una metáfora de los padecimientos de la humanidad. Es también una historia de fe, coraje, sacrificio y, por encima de todo, amor''), lo que queda es una buena cinta de acción, cuyos mejores momentos se concentran en su desenlace. Titanic es una verdadera épica, pero no tanto del valor humano, como lo desea su director, sino de la irrefrenable mercadotecnia hollywoodense, como lo certifica su éxito en taquilla.