Bárbara Jacobs
Inutilidad de la razón

No hay vida, animada o inanimada,sin su respectiva complejidad.

Acabo de aprender que panfilismo significa simpleza o bondad extrema, lo cual me lleva a volver a leer el primer párrafo del libro de Guido Ceronetti, Los pensamientos del té, donde asegura que ``dos veces al día, a eso de las seis de la mañana y las cinco de la tarde'', una taza de té lo saca a flote y lo preserva ``de todo tipo de inercia, panfilismo y abatimiento'', sobre lo que reflexiono mientras yo misma tomo té.

Debo confesar que mi propia afición al té obedece más bien a un homenaje miedoso que rindo desde hace años a Carson McCullers quien, como se sabe, bebía dos o tres litros de té al día, pero con piquete; yo, hélas, tomo el té puro. Ceronetti no bromea, aunque me hace sonreír. ``No soy oriental'', advierte; pero del Oriente ha aprendido que salirse de él mismo, ``en la medida justa y con cierta frecuencia, no tiene nada de peligroso, y que ver, oír y encontrar espíritus no es inquietante''. El recuerdo, las asociaciones, espíritus de visita.

Medio ebria de la mañana a la madrugada, Carson McCullers escribía y vivía en un estado de ánimo frenético, libre de inercia, panfilismo y abatimiento, arrebatada por una violenta exaltación del ánimo. Cuando en una colonia de escritores se tendió fuera de la puerta cerrada de la habitación en la que se encontraba Katherine Anne Porter, fue para que ésta tuviera que pasar encima de ella si quería abrir y salir, y no porque a Carson la abatiera su enamoramiento de Katherine no correspondido. La espera a veces puede confundirse con inercia.

La última vez que solicité empleo me senté mientras me recibían en una oficina de la Universidad Nacional y leí un libro. Cuando lo cerré, miré a mi alrededor y vi que, salvo por el portero, el personal se había marchado. Como a manera de balance al terminar la escuela primaria se me había tachado de falta de iniciativa, ahora no atribuí a otro fuera de mí haber perdido el empleo que no alcancé a solicitar. En cambio, había leído, creo, La risa, de Bergson, aunque podía haber sido El proceso, de Kafka.

Las notas de lecturas, reflexiones y aforismos de Los pensamientos del té, de Ceronetti, constituyen guías para pasar horas en bibliotecas, pero ignoro si una o dos tazas de té, aun con alcohol, serían suficientes para salir ileso de la experiencia. Pensar abate. Y más cuando llegas a la conclusión de que todos los caminos conducen al entendimiento de la inutilidad de la razón, precisamente eso que diferencia al hombre del animal. ``¿Mudará su tez el etíope, o el leopardo su piel rayada? Así, ¿podréis vosotros hacer el bien, los avezados al mal?'', cita Ceronetti a Jeremías; y reflexiona: ``La historia contemporánea entera es una piel que no podemos mudar; negra, rayada y curtida por el mal''.

Estos pensamientos incitan más a la inercia que al panfilismo. ¿Para qué entender nada si el cambio no es posible? Quizás habría que dejar de tomar té para que floreciera en nosotros la simpleza y la bondad extrema. Serviría para aceptar, sin entender por qué, por ejemplo, las fábricas que hacen máquinas de escribir utilizan el mismo equipo y los mismos métodos que las fábricas que producen armas de fuego. Así, un objeto, o ser inanimado, tan simple y bueno como una máquina de escribir, está inmerso en la complejidad del mal, del irremediable, inapelable, inevitable mal.

Pero existen los espíritus ajenos al enredo de la razón que, además de conocer a fondo la historia de las cosas, aman tanto éstas, algunas de éstas, que las consideran animadas. Ian Frazier es una de esas personas. Fiel a las máquinas de escribir, tuvo que batallar para dar con un alma gemela, pero más avispada que la suya, que fuera capaz de arreglarle su vieja máquina mecánica o, en cualquier caso, anterior a las eléctricas y las electrónicas, que había empezado a fallar en el mundo adelantado en donde éstas, y no aquéllas, reinan. El taller de Martin Tytell está en el número 116 de la calle Fulton, en la parte baja de la isla de Manhattan, en Nueva York. Frazier y Tytell, como aquellos que son de la idea de que la belleza está en la mirada de quien la contempla, pudieron entenderse al deslindar los usos y responsabilidades de una misma fábrica y entonces sostener que lo que diferencia las máquinas mecánicas de las eléctricas y las electrónicas es que, precisamente, el alma de las mecánicas está en ellas mismas, mientras que la de las otras está conectada a un muro.

Lo único que necesitan las animadas es que las mantengas en buen estado y las uses en la medida justa y con cierta frecuencia, ya que esto no tiene nada de peligroso y, más importante, será lo que las preserve de la inercia, el panfilismo y el abatimiento.

El mecanismo sencillo de la vida compleja consiste en que, lo comprendas o no, te dejes llevar por él dos veces al día, a eso de las seis de la mañana y de las cinco de la tarde, como si fuera una taza de té y a sabiendas de que ingerir éste, puro o alcoholizado, no mudará tu espíritu, inquietante o no: si eres bueno, seguirás siéndolo; si eres malo, igual. Descorre los visillos de tu ventana y vive, deslindado de la razón.