MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
El altar del perdón
Cada quien tiene sus razones y hace lo que debe de acuerdo con la vida que le toca. La mía me obliga a venir a La Villa cada primero del año. Ahora está prohibido entrar en la Basílica antigua y, por eso, desde temprano hasta que oscurece, me quedo junto a su puerta principal, por donde entré al templo cuando tenía siete años.
Claro que todo es muy distinto en comparación a cuando yo era niña: los alrededores de la Villa, el tipo de comercio y hasta los peregrinos que llegan y me parecen infinitamente más pobres. En medio de todos estos cambios hay cosas que permanecen: el aire aún huele a dulce y a maíz, y yo sigo esperando a mi padre.
Al rato de permanecer aquí y aunque no me lo proponga, despierto la curiosidad de la gente. Nadie se atreve a hacerme preguntas pero me observan. En especial los vendedores me ven de una forma descarada que me molesta, aunque no los culpo. Si me paso el día en el mismo sitio y observando a los hombres, los comerciantes tienen derecho a suponer lo que quieran: que soy una piruja o que ando deschavetada. En esto tienen razón: se necesita estar loca para creer que, después de veintiocho años de no vernos, mi padre y yo nos reconoceremos.
Carolina, la única persona que sabe mi historia, me dice cuando me ve arreglándome para venir a La Villa: ``La voz de la sangre es menos poderosa que la mano del tiempo''. Yo también lo creo, pero mientras Dios me preste vida vendré a la Basílica cada primero del año con la esperanza de que mi padre regrese a buscarme. Carolina me pregunta qué haré en ese caso. Le respondo: ``No sé''. Ella me aconseja que por lo menos le haga ver todo el mal que me hizo al mentirme.
A veces me arrepiento de haberme confiado a Carolina. Me desagrada que sea tan dura con mi padre. Le he dicho mil veces que aquella mañana, cundo mi papá me dijo que me vistiera para ir a la Basílica a agradecerle a la Virgen que la señora Peña no lo hubiera mandado a la cárcel, yo sabía que iba a abandonarme.
Según mi amiga, en eso cometí un error muy grande. No lo creo: fue menor no hablar. ¿Para qué iba a sumarle otra culpa a mi padre? La que sentía lo agobiaba tanto que ni siquiera se atrevió a mirarme a los ojos cuando me dijo: ``Espérame aquí. Aunque veas que me tardo un poquito, no te muevas''.
Mi amiga tampoco acepta que mi padre no haya hecho las cosas de otra manera. Estoy convencida de que él hizo lo que pudo. Además, no me imagino cómo hubiera sido nuestra vida después de lo que ocurrió en casa de su patrona; tampoco puedo figurármelo llevándome a la casa de San Buenaventura. Allí viví nueve años y conocí a Carolina. Nos hicimos amigas desde el primer domingo en que nos quedamos en el internado, dando vueltas al patio, porque no había nadie que llegara a buscarnos.
Enseguida nos agarramos confianza. Carolina me contó que era huérfana. Yo le dije la verdad: que mis papás me habían abandonado. Primero se fue ella, después él. Tengo rencor hacia mi madre; en cambio por mi padre siento una pena inmensa. Ojalá viva y un día nos encontremos para poder decirle que no me avergüenzo de él.
Si hay algo de lo que me arrepienta en la vida es de no haber hablado mientras pude hacerlo. Fue durante poco tiempo: entre el 27 de diciembre -nunca olvidaré esa maldita fecha- y el primero de enero de 1970. Aquella mañana mi padre me llevó a La Villa. Estuvimos rezando en la Basílica. Al salir me invitó a comer.
Nunca antes había estado en un restorán. Cuando la mesera nos presentó la carta, no supe qué hacer y él ordenó para los dos sopa de pasta y milanesas. Hasta la fecha, cuando alguien pide ese plato, siento horrible porque me recuerda aquel día. Estaba tan triste que apenas probé la comida. De todas formas mi papá mandó traer un flan para mí y para él una cerveza. Ni siquiera tocó la botella. De repente pagó la cuenta y se levantó. Hice lo mismo pero él me dijo que volviera a sentarme: ``Espérame aquí, no te muevas''.
Al cabo de un buen rato la mesera se acercó a decirme que ya iban a cerrar y debía irme. Le contesté: ``Mi papá me dijo que lo esperara, ya no tarda''. La mujer se pasó todo el tiempo mirándome y cuchicheando con el encargado y otras compañeras hasta que, al fin, ya noche, me dijo: ``No puedes quedarte aquí. Voy a llevarte a la Casa del Peregrino''. Me resistí: ``No puedo. ¿Qué pasará si mi papá viene y no me encuentra?''. En vez de responderme, la empleada puso los restos del pan en una bolsa, me tomó de la mano y me llevó en calidad de extraviada a la Casa del Peregrino. Antes de despedirse me aseguró: ``Si tu padre vuelve mañana a buscarte le diré donde estás. No te preocupes''.
A los dos días me llevaron a la Estancia de San Buenaventura. Allí las monjitas me hicieron muchas preguntas. No contesté a ninguna. Imposible explicarles los motivos por los que mi padre se había alejado de mí.
Desde antes de que yo naciera mi madre trabajó con la señora Peña. Cuando mi mamá desapareció, mi papá fue a suplicarle a la patrona que le permitiera ocupar su sitio mientras ella volvía. La señora Peña accedió, pero con el pretexto de que él no podría hacer muchas de las tareas que realizaba mi madre, le asignó un sueldo miserable.
En las tardes, cuando mi papá regresaba a la casa, no sabía qué hacer. Nos sentábamos a la puerta del cuartito sin confesarnos nuestra secreta esperanza: que mi madre volviera de Tijuana, donde un vecino aseguró haberla visto en un cabaret. A partir de ese momento, mi papá me preguntaba con frecuencia si yo estaría dispuesta a quedarme solita, con alguna persona, mientras él iba en busca de mi madre. La primera vez que me lo preguntó, me reí y le dije que con qué pensaba hacer un viaje tan largo. ``Ya veré cómo consigo el dinero'', respondió sin mirarme a la cara. No volvimos a hablar del asunto, ni siquiera después de que la señora Peña me mandó a llamar con su hija. Pregunté si le había sucedido algo a mi papá. Ella sólo hizo un gesto de asco.
Cuando llegamos a la casa, me llevaron directamente a la sala. Había varias personas, pero sólo alcancé a ver a mi padre y a la señora Peña. Los dos estaban cerca de una mesa de centro donde vi una cajita de madera abierta. Mi padre iba a decir algo, pero se lo impidió la patrona: ``Remigio: quiero decirle que si no lo mando ahora mismo a la cárcel es por esa niña, porque me da lástima que se quede sola; aunque la verdad, para el ejemplo que ya le está dando, más valdría que su hija se formara en algún asilo''.
Mi padre intentó su defensa: ``Señora, yo le juro...''. La patrona levantó el brazo y con un movimiento brusco le impuso silencio: ``No me jure nada, sólo váyase; váyase ahorita mismo, antes de que me arrepienta. Y ojalá le sirva de lección esta vergüenza de que su hija sepa que lo corro por ladrón''.
Mi padre y yo nos quedamos inmóviles mientras la señora Peña se volvía hacia las personas reunidas en la sala para decir lo que había repetido ya muchas veces aquella mañana: ``Sólo Remigio puede haberse robado el dinero; él y nadie más que él...''. Mi padre juró otra vez su inocencia y luego salimos de la casa.
Caminamos mucho, no sé cuánto, pero ni yo pregunté ni él me dio explicación alguna. Pocos días después, me llevó a La Villa. Estábamos esperando el camión cuando se acercó nuestro vecino y dijo: ``Felicidades, Remigio, ya supe que te vas a Tijuana''. Entonces comprendí que mi padre pensaba abandonarme y también que el amor lo había convertido en un ladrón. Tengo que encontrarlo para hablar de todo esto.