Masiosare, domingo 4 de enero de 1998
Acteal, Chiapas. Los hombres que dispararon contra la multitud indefensa de Acteal el 22 de diciembre salieron temprano de sus pueblos. Cobijados por la impunidad, los paramilitares viajaron tranquilos hasta esta comunidad con el objetivo de cumplir la misión que les encargaron sus jefes: hacer la guerra a los indígenas zapatistas y de Las Abejas.
La orden de realizar el ataque contra los indígenas indefensos de Los Naranjos en Acteal les fue comunicada a los paramilitares unos días antes. En las comunidades de la zona controladas por ellos se les vio entrenando y haciendo prácticas de tiro y hasta robando animales y café para comprar armas.
Existe el testimonio de una reunión una semana antes, en la que Jacinto Arias Cruz, presidente municipal de Chenalhó, entregó armas a los paramilitares. Los priístas armados rechazaron las escopetas calibre 22 mm que les ofreció el alcalde y sólo tomaron los fusiles automáticos, como los AK-47 y los M-16. Le dijeron a Jacinto Arias: ``Sólo queremos de esos que matan mucha gente''.
El domingo 21 de diciembre, representantes de priístas de varias comunidades se reunieron en Los Chorros para planear el ataque. ``Ahí había como 20 personas armadas que se reunieron'', informó Alonso Entzin, habitante de ese lugar que salió por temor a un nuevo ataque.
Los priístas de Los Chorros obligaban a pagar con dinero o con trabajo para comprar armas. Al que no cooperaba lo amarraban a un poste. Y si no pagaba 5 mil pesos de multa no lo dejaban ir.
EN PECHIQUIL HUBO MISA PARA LOS PARAMILITARES
El día de la matanza llegaron a Pechiquil dos hombres de Los Chorros y uno de La Esperanza para coordinar el ataque. ``Como a las siete de la mañana se juntaron para hacer su plan de cómo iban a entrar en Acteal.
``Antes de salir para Acteal a tronar balazos, los priístas armados nos obligaron a rezar con ellos en el templo presbiteriano para pedir que no les pasara nada durante el ataque. Llegaron armados y uniformados de negro. Bendijeron sus armas y se hincaron para orar. Le pidieron a los ancianos que pidieran por ellos para que nada les pase. Eran 12 jóvenes encabezados por Pablo Hernández Pérez, un ex militar de Tzajalucum'', dice Juan Hernández, quien permaneció cautivo mes y medio en esa comunidad.
``Salieron en un camioncito para Acteal, eran las ocho de la mañana. La policía de Seguridad Pública se dio cuenta porque salieron a despedirlos sus familias. Iban 12 de Tzajalucum y como cuatro de Pechiquil'', relata Juan Hernández.
``Se juntaron en La Esperanza, porque luego luego que llegaron no pudieron tronar las balas, sino hasta casi las 11 de la mañana''. A Esperanza también llegaron los de Los Chorros, de Canolal y de Chimix.
De Los Chorros salieron muy temprano en una camioneta por el llamado camino de terracería que se conecta con la carretera Chenalhó-Pantelhó. ``Iban contentos, se les veía riendo, haciendo chistes. Tenían armas grandes y nuevas, como esas de cuerno de chivo'', dice Alonso Entzin mientras come con su familia unas pocas tortillas en su refugio de Polhó.
Iban Antonio Santiz López y Ernesto Luna Guzmán, que ``son de los meros mandones''. También Diego Hernández Gutiérrez, Antonio Méndez, Pedro Luna Pérez y Antonio Entzin Jiménez, entre otros. ``Llevaban como 15 o 18 cuernos de chivo.
``Antes de salir rezaron en la iglesia para que les dieran fuerza para echar bala'', afirma Alonso Entzin. ``Antonio López Santiz nos decía: `Sin ley estamos ahorita. Sólo mandamos nosotros'. Ellos hacían su propia ley. Sus armas tienen veneno'', explica Alonso.
``Salieron por atrás del panteón para que no lo mirara la gente y se fueron a matar a los compañeros'', dice Rosa María Jiménez.
LA MASACRE
El lugar del crimen es un claro abierto entre los cafetales, junto a la humilde ermita que descansa frente a cinco grandes cruces de madera que utilizan los tzotziles para señalar sus lugares sagrados: templos, manantiales y cuevas.
Esta explanada se abre a 50 metros de la carretera, ahí se llega siguiendo un caminito de lodo que atraviesa entre rústicas casas de madera diseminadas hacia abajo.
Bajo los árboles de chalum, entre las plantas de café, los indígenas refugiados de varias comunidades costruyeron frágiles techos de hoja de plátano y vara.
Frente a las cruces, unos 350 indígenas celebraban un ayuno por la paz.
Llegaron los priístas armados en tres camionetas por la carretera del lado de Pantelhó. Se estacionaron frente a las casitas de madera de Las Abejas. Eran unos 60 hombres armados.
Los de Acteal que iban con ellos señalaron el lugar donde estaba la gente, se dispersaron por el cafetal antes de atacar. Cuando tomaron posiciones, los primeros en disparar fueron los priístas y cardenistas de Los Chorros, esa fue la señal de ataque.
Dispararon a mansalva sobre unos 350 mujeres, niños y algunos hombres. La mayoría de las víctimas fueron alcanzadas por las balas en la espalda, cuando huían.
Manuel Jiménez es un viejo de unos 60 años que escapó de las balas. Sus ojos se nublan de tristeza al recordar ese fatal 22 de diciembre.
``Estábamos rezando, toda la gente estaba arrodillada orando a un lado de la ermita. Llegaron los agresores armados a atacarnos. Comenzaron a disparar desde las partes altas. Vi sus armas, eran largas. Estábamos rodeados. La única salida era la barranca del arroyo, por ahí corrimos''.
Con sus cabellos revueltos por el sufrimiento de toda la noche, la mirada triste y caída, las manos entrecruzadas, nerviosas, Manuel dice: ``Nos salvamos de milagro, lo tronazón estaba por todas partes, hasta el ruido dolía''...
Juanito, de diez años, también escapó de la muerte por casualidad, había salido a un mandado: ``Venía caminando por los cafetales cuando llegaron los priístas, venían bien armados. Me preguntaron qué hacía yo ahí y les contesté que un mandado. Entonces me preguntaron: ¿quiénes son esos que están ahí abajo? (señalando en dirección a la celebración religiosa). No sé, les dije. Entonces me dijeron que los acompañara, pero me negué y me eché monte abajo.
Los priístas me dieron este morral después del ataque -Juanito saca del fondo de la bolsa tejida un pasamontañas negro y una blusa bordada de mujer-. Le robaron a su dueña. Eran los tejidos y la ropa de Juana Luna Vázquez. A ella la mataron y luego entraron a robarle''.
Relata Reynaldo, quien lleva la camisa manchada de sangre todavía: ``Estábamos en el campamento rezando a Dios. Llegaron disparando los priístas y la gente se hizo hacia la orilla del arroyo. Estaban en el campo de la iglesia. Cuando llegaron corrimos a escondernos al fondo de un arroyito, donde más fácil los mataron''.
Cuenta cómo escaparon de la trampa. ``Eramos como 350 personas, la mayoría mujeres, niños y ancianos que no se podían defender''.
Entre llantos y gritos de niños, Elena Pérez, una mujer que se protege con un rebozo verde, reza entre dientes su historia: ``Ahí murió mi padre, mataron a mi hermano, a mi cuñado, mis hermanos quedaron huérfanos. Quedaron tendidos en la barranca, ya no pudieron correr y los remataron. Fue horrible, los tuve que dejar ahí, tirados''.
Dice María Hernández: ``Me mataron a mis tres niños, Gerardo, Gloria y María''.
Manuel Vázquez Luna, de 13 años, hijo del catequista Alonso Vázquez Gómez, vio cómo iban a morir su papá, su mamá, su hermana y su tío. Con un nudo en la garganta, pero con una mirada que atraviesa, relata:
``Cuando llegaron los agresores bajaron de la carretera tirando mucha bala, pero me escondí entre las plantas. Cuando ya había muchos muertos en el suelo, alguien bajó y remató a los que estaban heridos. Yo lo vi porque estaba escondido.
``A mi padre le dispararon cuando estaba en el suelo. Ahí nomás con él estaban mi mamá y mi hermanita, sin moverse. Un joven con paliacate en la cabeza volvió a disparar hacia el suelo, nomás se levantaban los cuerpos con las balas.
``A mi mamá (Rosa Gómez Pérez) le volvieron a disparar. Estaba con su niño en la panza. Llegaron varios, se rieron frente a ella y le echaron cuchillo en la panza y le sacaron el niño'', dice con el terror dibujado en el rostro y llorando.
A su lado una señora lleva en la mano un chal ensangrentado de su hija: ``Mataron a mi hijo, a mi hija, a un nieto, seis personas en total''.
María Capote Pérez: ``Mataron a mi mamá; llevaba a mi hermanito, que murió con ella, colgado de la espalda''. Dice que a Miguel Pérez Jiménez ``le quemaron su casa el 16 de diciembre, cuando estaba el diálogo de Las Limas. Lo mataron ya, se murió junto a su esposa y su hijo. Los quiso proteger pero ya no pudieron salir de la lluvia de balas''.
María Pérez Luna yace en una banca con una herida en la pierna que se hizo al huir por el monte.
``Ellos llevaban buenas armas, como cuernos de chivo, son los que andan quemando las casas. Los de Acteal y de La Esperanza anduvieron mostrando las casas'', dice Pedro Vázquez, de Acteal.
``Corrimos, y como 250 se tiraron a la barranca. Ahí se intentaron proteger de las balas, pero llegaron los priístas a disparar. Los que se salvaron salieron como pudieron por entre las piedras y el lodo del arroyo''.
Los paramilitares, una vez cumplida su cruel hazaña, revisaron los alrededores disparando. Luego se metieron a la ermita a robar. Ahí guardaban sus cosas los refugiados y, cuando llovía, se amontonaban en el pequeño templo para protegerse.
``¿Qué han hecho con las mujeres y los niños? Llora mi corazón al ver su ropa tirada, los zapatos que dejaron en su huída. Nunca hemos visto esto, es bastante sucio y horroroso. Estaban drogados los paralimitares. La ambición es muy grande. Les pagan 5 mil pesos y creen que el PRI es muy poderoso, que nunca va a morir, que es como un Dios, como el sol. Pero con esta guerra sucia ya no va a tardar en acabarse'', señala Javier Pérez, maestro de Chenalhó.
FESTEJO Y ORACION LUEGO DEL ATAQUE
A Quextic, muy cerca de Acteal, llegaron los primeros paramilitares que participaron en el ataque. ``Fueron quienes señalaron el lugar. José Pérez Pérez regresó bailando a su casa, venía feliz, como que les gustó matar gente'', cuenta Lorenzo, en ese momento de visita en la comunidad.
Como a las 6 de la tarde regresaron los primeros paramilitares a Pechiquil, el resto como a las 7. Ya los esperaban los priístas de ahí. ``Llegaron tranquilos, felices, como héroes'', dice Juan Hernández.
``Mataron vaca para festejar su matazón que hicieron. Cantaron y se tomaron sus calditos. Los que llegaron al último como que venían arrepentidos, estaban muy callados, sólo dijeron: no, pues ya murió mucha gente'', cuenta Juan.
Pablo Hernández Pérez -un ex militar que encabeza ahí a los paramilitares- relató a los ancianos del pueblo ``cómo acabaron sus enemigos''. Los ancianos hicieron una ceremonia de agradecimiento a Dios por haber protegido a sus compañeros.
A Los Chorros también regresaron contentos. ``Les prepararon una fiesta en el barrio de los priístas. Todavía disparaban al aire mientras iban llegando. Venían con una cara como si se les hubiera aparecido el demonio. Los ancianos tradicionales los recibieron y les cantaron con música de guitarra''.
A Antonio Luna Guzmán lo detuvieron y, ``como es de los meros mandones'', luego lo liberaron. ``Cuando regresó al pueblo las abejitas tuvimos miedo y nos salimos'', dice Rosa María Jiménez.
El lamento de los niños apaga el llanto de los adultos y el bullicio del campo de refugiados es el coro de voces que denuncian la infamia, que la viven.