La Jornada Semanal, 4 de enero de 1998
Autor del clásico contemporáneo El erotismo, Georges Bataille llevó una plácida vida de bibliotecario que fue el complemento de algunas de las obras de más alta temperatura que registra el siglo, como Historia del ojo y El azul del cielo. Bajo la figura tutelar de Nietzsche, escribió lúcidos ensayos. Comenzamos enero celebrando el centenario del gran pensador francés, ocurrido hace unas semanas.
Conviene revisar -en términos cuyo sentido se ha vuelto más estrecho- una oposición fundamental. Puedo ahora señalar con mucha más firmeza las consecuencias del exceso, la amplitud y la realidad del juego.
He subrayado la relación de las prohibiciones y del trabajo: las prohibiciones mantienen -en la medida de lo posible- el mundo organizado por el trabajo y protegido de los desarreglos que sin cesar introducen la muerte y la sexualidad: esta animalidad perdurable en nosotros que sin cesar introducen la vida y la naturaleza, y que son para nosotros el barro del que venimos. En el Paleolítico superior, en la Edad del reno, cuando el trabajo fue rebasado por el juego bajo la forma de actividad artística, ésta al principio era considerada trabajo, pero ese trabajo tomaba el sentido de un juego. Durante ese deshielo, la prohibición que engendra
el trabajo también había sido tocada. Lo prohibido, ese escándalo del espíritu, ese tiempo de cese y estupor, no podía simplemente dejar de ser. El escándalo y el estupor entraban menos en juego, pero la vida los rebasaba de la misma manera en que el juego rebasaba al trabajo. Para el tiempo de la Prehistoria no tenemos, no podemos tener evidentemente, testimonios exactos: los abundantes testimonios proceden de la humanidad que la historia y la etnografía nos han dado a conocer, pero indican claramente que un movimiento de transgresión es la contraparteÊnecesaria del cese del retroceso de lo prohibido. En todas partes la fiesta marca el tiempo repentino del levantamiento de las reglas, cuyo peso era comúnmente soportado: la fiesta alzaba la tapadera de la marmita. No todas las prohibiciones eran suspendidas, ninguna lo era enteramente,Êpero sí sus principios y algunos de sus efectos. La fiesta era esencialmente el tiempo de una licencia relativa. Debemos deducir la existencia de momentos semejantes durante la Edad del reno, y aplicar una vez más lo que la paleontología hace con los fósiles: completar el todo con ayuda de sus fragmentos.
Tampoco podríamos dar la prueba de que, en los tiempos que precedieron, la transgresión no era parte del juego, no existía. En cuanto al resto, entendámonos bien: si hablo de transgresión, no designo el caso en que, por impotencia, lo prohibido no entra en juego. Una regla no siempre es eficaz: puede no ser respetada: este individuo a quien la angustia no lo alcanza, tiene la indiferencia de la bestia. Esta transgresión por indiferencia, que, más que transgresión, es ignorancia de la ley, debió sin duda ser común en el tiempo en que las prohibiciones empezaron a ser sensibles pero sin imponerse siempre con la claridad suficiente. Conviene, sin embargo, reservar el nombre de transgresión al movimiento que se produjo no por falta de angustia ni por el hecho de una falta de sensibilidad, sino al contrario, a pesar de la angustia experimentada. La angustia es profunda en la transgresión auténtica pero, en la fiesta, la excitación la rebasa y la eleva. La transgresión que yo designo es la transgresión religiosa, ligada a la sensibilidad extática, es decir, la fuente del éxtasis y el fondo de la religión. Se une a la fiesta, en donde el sacrificio es un momento de paroxismo. La antigüedad veía en el sacrificio el crimen del sacrificador que, ante el silencio angustiado de los asistentes, le daba muerte a la víctima; el crimen donde el sacrificador, con conocimiento de causa y angustiado él mismo, violaba la prohibición del asesinato. Nos importa aquí el hecho de que en su esencia, y en la práctica, el arte exprese ese momento de transgresión religiosa, que sólo él lo exprese con la suficiente seriedad y que sea su única salida. Es el estado de transgresión que preside el deseo, la exigencia de un mundo más profundo, más rico y prodigioso; la exigencia, en una palabra, de un mundo sagrado. La transgresión siempre se produce en formas prodigiosas: la poesía y la música, la danza, la tragedia y la pintura. Las formas del arte no tienen otro origen que la fiesta de todos los tiempos, y la fiesta religiosa se une al despliegue de todos los recursos del arte. No podemos imaginar un arte independiente del movimiento que engendra la fiesta. El juego es en un punto la transgresión de la ley del trabajo: el arte, el juego y la transgresión sólo se encuentran unidos en un movimiento único de negación de los principios que presiden la regularidad del trabajo. Aparentemente, el problema mayor de los orígenes -como sigue siendo para las sociedades arcaicas- fue conciliar el trabajo y el juego, lo prohibido y la transgresión, el tiempo profano y los desencadenamientos de la fiesta, en una suerte de equilibrio ligero donde los contrarios se complementan sin cesar, donde el juego mismo toma la apariencia del trabajo, y donde la transgresión contribuye a la afirmación de lo prohibido. Podemos afirmar, casi con seguridad, que en su sentido extremo, la transgresión no existe sino a partir del momento en el que el arte mismo se manifiesta y en el que la noción de arte coincide, en la Edad del reno, con un tumulto de juego y de fiesta. Cuando aparecen, al fondo de las cavernas, esas figuras donde estalla la vida, que siempre se rebasa y se lleva a cabo en el juego de la muerte y del nacimiento.
De cualquier manera, la fiesta, puesto que pone en acción todos los recursos de los hombres, y ya que esos recursos toman la forma del arte, en principio debe dejar huellas. En efecto, esas huellas aparecen en la Edad del reno, mientras que en la edad anterior no las encontrábamos. Son, como ya he dicho, fragmentarias, pero si las interpretamos en el mismo sentido que los prehistoriadores (quienes admiten la existencia de la fiesta en la época de las pinturas de las cavernas), nos llevan a la hipótesis de que son parte de un acentuado espíritu de verosimilitud. Y aun suponiendo que la realidad difiriera de la reconstrucción que intentamos, sólo puede diferir un poco, y si algún día una nueva verdad apareciera, apuesto que, con mínimas variantes, podría repetir lo que he dicho.
La realidad de la transgresión es independiente de los datos precisos. Si nos esforzamos en dar una explicación particular de una obra, podemos adelantar, por ejemplo -ya se ha hecho-, que una bestia salvaje grabada en una columna se pintó con la intención de ahuyentar a los espíritus. Cada hecho proviene siempre de una intención práctica particular, y se añade a esta intención general que intenté asir describiendo las condiciones fundamentales del paso del animal al hombre, que constituyen lo prohibido y la transgresión por la cual lo prohibido se rebasa. Esas condiciones seguirán siendo las de nuestra vida, y sin ellas la vida humana es inconcebible. Rebatir esto mostraría la ignorancia del espíritu de contradicción. Tales circunstancias debían de encontrarse desde el origen, pero lo prohibido precedió necesariamente a la transgresión. El fragmento de hipótesis que introduzco se limita a situar el paso de lo prohibido hacia la transgresión. Desde el momento en que la transgresión, desplazándose en un movimiento de fiesta, tuvo por fin en la actividad el lugar eminente que la religión le dio. Un principio así no podría oponerse a las interpretaciones precisas de las que cada obra depende por separado. Una obra de arte o un sacrificio participan de un espíritu festivo que rebasa el mundo del trabajo y (si no la letra) el espíritu de las prohibiciones necesarias para la protección de ese mundo. Cada obra de arte, aisladamente, tiene un sentido independiente del deseo de prodigio que comparte con todas las otras. Pero podemos decir, por adelantado, que una obra de arte donde ese deseo no es sensible, resulta débil y apenas importa, conforma una obra mediocre. De la misma manera, todo sacrificio tiene un sentido preciso, como la abundancia de las cosechas, la expiación, o cualquier otro objetivo lógico: responde, sin embargo, de alguna manera, a la búsqueda de un instante sagrado, que rebase el tiempo profano donde las prohibiciones aseguran la posibilidad de la vida.